Oscars 2016: Ocho odiosos lapsus y un KO crepuscular para Stallone

José Luis Losa

EXTRA VOZ

La abominación que arrastran las nominaciones de estos Oscar es la del ninguneo a la obra maestra absoluta de Todd Haynes «Carol»

24 feb 2016 . Actualizado a las 17:48 h.

Leo la lista de títulos que ocupan las casillas de las diferentes nominaciones al Oscar. Si comienzo por decirles que son una sucesión de decisiones ultraconservadoras lo entenderán como un pleonasmo. ¿Cuándo ha parido algo rupturista esa Academia, controlada por la gerontocracia y por la industria del dólar?

De acuerdo, pero los del 2016 son recontra-ultras. Miren, de partida han dejado en la estacada a dos autores de alguna manera incómodos para el puritanismo o para la taquilla pero que al final siempre estaban ahí. Allen, con su vida familiar escabrosa, y Tarantino, cultivador de la violencia desorejada, era ya de ley encasillarlos en la consolación de las nominaciones como guion original. Hasta 17 veces Woody Allen ha sido nominado por su libreto. Y en el año en el que presenta un film furioso y subversivo como Irrational Man lo dejan ya hasta fuera de los postres. Tarantino, el malote que ganó dos Oscar a sus historias (los de Pulp Fiction y Django desencadenado) también lo condenan a la inexistencia por las tres horas generosas de su nuevo western incorrecto. Y estas son solo dos de las ocho odiosas laceraciones que lastran las candidaturas que conocimos el jueves. 

La más grave de ellas, el oprobio que viene ya arrastrado desde que el filme se estrenó en Cannes, es la chicuelina con la que despachan a esa torrencial obra maestra de Todd Haynes llamada Carol. Su exclusión de una lista de ocho mejores películas del año en donde cabe ¡hasta Marte!, engendro que, con buen criterio, fue considerado por la prensa extranjera en Hollywood como «una comedia», supone descrédito superlativo de todo lo que venga después. Como lo es la ausencia de Todd Haynes entre los cinco mejores directores de la temporada, donde los académicos cuelan de matute a parvenus como Adam McKay por La gran apuesta, o Lenny Abrahamson por La Habitación.

Esos mismos académicos que, puestos a permitir que emerjan películas pseudo independientes, eligen nubes de algodón de azúcar como las ya citadas de McKay y Abrahamson. Y luego ni se atreven a mirar de soslayo a las dos irrupciones virulentas, hermosas y malditas del año, Queen of Earth y Nasty Baby, que si llegan solo a desprecintar los vídeos los gerontócratas se les viene encima un ictus. Son esos mismos reaccionarios de la gran industria  los que se cerraron en banda ante la aparición de las plataformas de cine de pago sin paso previo por las salas, como Netflix, que presentó en Venecia el muy notable viaje al corazón de las tinieblas africanas de Beast of No Nation, con un Idris Elba soberbio como Coronel Kurtz en las antípodas de Brando. Otra odiosa exclusión. 

Y en fin, vamos a lo mollar: de ese panorama general de los grandes favoritos al premio gordo que sale de realizar las equívocas sumas de candidaturas totales a Oscar, y en el cual descolla el film de González Iñárritu, creo estar en disposición de sugerir que muchos de ustedes, los del club que detestan al mexicano, y que rabiaron el pasado año con el triunfo de Birdman, tal vez no tengan tanto motivo para la preocupación esta vez. Esa falsa ecuación que se hace al presuponer que el favorito supremo para los premios grandes es El Renacido, por reunir 12 nominaciones, es más que probable que se zanje el 28 de febrero con un Oscar a la mejor película para Spotligh, estrenada en Venecia en agosto. Es el film de Tom McCarthy, puritita carne de Oscar noble. Algo así como una tele-transportación del espíritu del buen cine liberal de la Norteamérica de los 70, la que salía del Watergate, al momento presente. Y en su recreación de cómo una creencia en la vieja escuela de la defensa de la verdad, en esa elegía por la profesión periodística como caballeros sin espada capaces de remover  un pedazo de la putrefacta realidad (aquí la pederastia en la Iglesia católica de Boston), el filme de McCarthy, con todo lo que en él hay de wishful thinking, funciona como un artefacto terso y con alma, de ritmo prodigioso, donde algunos hombres buenos (excepcionales Michael Keaton, Rachel McAddams y, sobre todo, Mark Ruffalo) juegan sin trampantojos, con loable sobriedad, sus armas idealizadas.

El que esta vez sí se sobrepondrá a su maldición es Di Caprio. Al margen de su affaire «teddy bear» en el filme de Iñárritu, no tiene oponentes. Todo lo que sucede en Jobs, incluido Fassbender, es puro humo. Y a Eddie Redmayne alguien debería haberle aconsejado que, tras encarnar a Stephen Hawking podría mesurarse e interpretar a un funcionario. Y no meterse, sin solución de continuidad, en una vomitiva caricaturización del primer transexual quirúrgico de la Historia, en la exasperante The Danish Girl.

En cuanto a las actrices, parece todo vendido para que la Brie Larson de La habitación se lo lleve por emular a Roberto Benigni en La vida es bella. Y, de paso, injuriar otra vez a la leyenda súbita de Cate Blanchett en Carol. Hay alguna posibilidad de que, como en Cannes, traten de disimular este desaguisado premiando como secundaria a la compañera de Blanchett, Rooney Mara, lo que no hace sino más visible el crimen de lesa sensibilidad de no colocar en sitial áureo lo que ambas actrices logran en la película milagro de Todd Haynes.

En la categoría de las reparaciones a viejos rockeros, de esas que tanto gustan, entran sendas estatuillas plausibles por sentimentales: la redención de Stallone, 40 años justos después de Rocky, por Creed. Y el Oscar (a la sexta va la vencida) al casi nonagenario Ennio Morricone, al que Tarantino ha descriogenizado para que apañase unos stacattos en la banda sonora de Los odiosos ocho.

Les dejo, por último, la pregunta capital. ¿Se atreverá Hollywood a otorgar un segundo Oscar consecutivo al mejor director a González Iñárritu? Piensen mucho sobre ello. En casi un siglo de cine solo un cineasta logró encadenar esa auctoritas. Se llamaba John Ford. Y los films, Las uvas de la ira y Qué verde era mi valle. Si sube al escenario Iñárritu, es más que probable que a la mañana siguiente Donald Trump proponga invadir México.