Un niño que leyó a Tintín y ensayó sus golpes con Bruce Lee

ELECCIONES GENERALES 2008

El candidato a la reelección participaba en tertulias nocturnas con su padre

22 feb 2008 . Actualizado a las 10:37 h.

Todas las mañanas del 6 de enero, durante los años en los que los Reyes Magos aún hacían una parada encima del desaparecido bar Monterrey, en la leonesa avenida de José Antonio, el pequeño José Luis (Valladolid, 1960) y su hermano mayor Juan amanecían con un libro de Tintín en la ventana. Las historias del conservador Hergé, al contrario del popular Mortadelo, marcaron a una generación. La de esos hijos de familias ilustradas que navegan ahora entre los cuarenta y los cincuenta. Ahí encaja Papes, apodo con el que sus amigos bautizaron al gordito niño Zapatero.

Las tertulias con su hermano y su padre, abogado de izquierdas con despacho en el centro de León, para hablar de política y literatura, fueron forjando a cincel la personalidad de Zapatero. Un hombre frío, tranquilo, calculador, alguien que mide sus tiempos, algo en lo que coinciden sus allegados. A dar golpes, fueran de efecto o no, lo instruyó el maestro Bruce Lee. Por él se aficionó al kárate, pero tuvo que conformarse con un modesto cinturón verde.

Fue en aquellos foros caseros en los que Tintín dio paso a Borges y Ortega, unas clases durante las que profundizó en la figura de su abuelo paterno, el capitán Juan Rodríguez Lozano, fusilado en agosto de 1936 por mantenerse fiel al Gobierno de la República, y que contribuyó al pedigrí político de Zapatero. Más leve fue la impronta del abuelo materno. Médico pediatra, hombre liberal y comprador habitual de Abc hasta ver el tratamiento que el diario dio al levantamiento del general Pinochet contra Salvador Allende. Lo poco que logró el abuelo Faustino en sus fiestas de cumpleaños fue que Zapatero se enfundara en un disfraz.

Lo que no ahondó en él, salvo a la hora de elegir contraer matrimonio por la Iglesia, fue la extrema religiosidad de su abuela materna. Tampoco le dejó muescas en su historial su paso por el colegio de las Discípulas de Jesús. En ese centro, donde estudió entre los cuatro y los nueve años, se ganó la fama de niño bueno, obediente, piadoso, listo, aplicado e inteligente. La ternura y la afectividad fueron herencia de su madre, la mujer que muchas noches le leyó capítulos del Quijote.

A los diez años, tras hacer la primera comunión, entra ya en el Colegio Leonés, el único privado no religioso de la ciudad. Una de sus profesoras cuenta en la biografía de Óscar Campillo que «parecía un adulto, como un poco viejo para su edad». Esa imagen que daba dentro del aula cambiaba al salir al exterior. Los que lo conocieron bien aseguran que era chico de andar en pandilla por la calle, de bromear con ironía.