El rostro humano de una crueldad


El día 4 de febrero me llamaron del hospital. «No se puede hacer nada -me dijeron-, es cuestión de horas». El domingo, 7 de febrero, se produjo la llamada más temida, pero también esperada: «Ha fallecido de madrugada». Os hablo de mi hermano; del que me compraba libros para que los pudiera leer mientras guardaba las vacas por los cómaros y la chousa en aquellas primaveras del erotismo naciente; del que un día me despertó la pasión por el periodismo; del que era el mayor, el alto y guapo, el que tenía éxito con las chicas, el brillante. Y un día de finales de enero del 2021 llegó el bicho, el puto covid que habíamos conocido como coronavirus, llamó a la puerta y lo llevó al hospital. A él y a María Esther. A él lo mató en diez días. Con María Esther fue compasivo: le permitió sufrir su viudedad. Pero está en casa. Está sana. ¡Está viva!

José Ramón es para el resto de la humanidad una estadística: uno de los diez mil muertos por la epidemia en España en el aciago febrero del 2021; uno de los cien mil muertos por la epidemia en España desde su aparición hasta ese hito familiar que fue su fallecimiento. Para su hermano, que firma esta crónica, fue lo mismo que para cada una de las cien mil familias que el  covid rompió y dejó de luto. Me da vergüenza decirlo, porque soy periodista; pero de su rapidísimo fallecimiento aprendí muchas cosas.

Y al final, cuando la vida da el último portazo, los familiares se quedan sin verlo porque así lo manda el protocolo, y sin hacerle el funeral merecido porque así lo mandan las normas y tiene que creer que en ese féretro está la persona querida, porque ese féretro ya no se puede abrir.

Aprendí cómo es la angustia de una familia que ingresa a un ser querido en el hospital por ese maldito exterminador y a partir de ese momento se encuentra ante un agujero negro: no puede verlo, depende de la llamada de un médico al que no ha visto la cara; no se atreve a llamar por teléfono, porque sabe que el personal sanitario está agobiado, estresado y desbordado; tiene la impresión de que nunca volverá a ver a ese ser querido por el riesgo de contagio; si la enfermedad se complica, no puede saber qué aspecto tiene con sus tubos, si lo habrán tenido que atar para que no se los quite; tampoco puede saber si sufre, si su agonía será dolorosa. Y al final, cuando la vida da el último portazo, los familiares se quedan sin verlo porque así lo manda el protocolo, y sin hacerle el funeral merecido porque así lo mandan las normas y tiene que creer que en ese féretro está la persona querida, porque ese féretro ya no se puede abrir.

Todo esto lo había leído en los diarios y era verdad, pero era una estadística: mil, diez mil, cien mil, ¿qué más da? Hay un momento en que cuentas tantos muertos cada día que pierdes la sensibilidad. La recuperas cuando el dedo cruel del bicho se fija en alguien próximo, casi en ti mismo; cuando compruebas que las crónicas no mienten; cuando estás allí, ante aquellas cenizas y te das cuenta de que no pasaréis otra Navidad juntos, ni cultivaréis más la morriña en la leira que araba vuestro padre con su arado romano porque nunca pudo tener un tractor.

Os lo he querido contar simplemente como reflejo de la angustia de las cien mil familias que nunca conoceremos, pero son las sufridoras de esta pandemia. Simplemente para mandar al infierno las estadísticas que convierten al hermano muerto, al padre o la madre muertos, en un número inerte y sin alma, en un número frío al que hay que ponerle un rostro para que sea un número helador.

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