Pandemia, humanidad ciencia y Gobierno


El pasado domingo, recién estrenada la desescalada de la tercera ola de la pandemia, se advertía en este diario de los incumplimientos de las medidas preventivas por parte de los clientes y propietarios de algunos negocios de hostelería. Igualmente asistimos al empecinamiento de mantener las concentraciones del 8M. Parece inevitable preguntarnos qué nos enseñó, entonces, este año de pandemia. Diría que nos enseñó, en primer lugar, el carácter profético de las palabras de Albert Camus cuando, en La peste, escribía: «La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal […]. Nuestros conciudadanos […] pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles». Camus tenía razón. Este año de pandemia constituye un escaparate privilegiado para ver cómo el ser humano no se relaciona con lo real, sino con lo mental. Y que el pensamiento es, ante todo, un modo de defensa frente a la realidad. Solo así podemos explicar la sucesión de nuevas olas de contagios tras cada desescalada. Desescaladas que se han realizado para evitar el descalabro económico, pero también para aliviar la privación de los goces. Por eso tuvimos que «salvar la Navidad» a costa de perder miles de vidas.

Lo irrepresentable de nuestra muerte nos hace pensar que la muerte es siempre la del otro. Esto se ve favorecido por la promoción del sujeto estadístico, y por expresiones como la de «aplanar la curva», que reducen la muerte a su contabilidad.

A pesar de las cifras de fallecidos, muchas actitudes ante la pandemia nos permiten ver que, como decía Jacques Lacan, «nadie cree en su propia muerte». Lo irrepresentable de nuestra muerte nos hace pensar que la muerte es siempre la del otro. Esto se ve favorecido por la promoción del sujeto estadístico, y por expresiones como la de «aplanar la curva», que reducen la muerte a su contabilidad. Seguimos ignorando que el hedonismo puede ser el mejor disfraz de la pulsión de muerte, y que la muerte rechazada puede alcanzarnos como respuesta al desafío que le lanzamos.

La crisis del covid-19 también nos mostró cómo el confinamiento, como novedad, fue bastante bien aceptado y provocó un efecto de solidaridad con los profesionales que combatían la pandemia en primera línea. Pero, progresivamente, esto dejó su lugar al duelo y al enfado por la pérdida de un modo de vida. Es lo que se ha dado en llamar fatiga pandémica.

Otro aspecto a destacar es que la pandemia ha favorecido una promoción del «gobierno de la ciencia», lo que supone una crisis del acto político. Los líderes políticos, en ocasiones dimitiendo de su responsabilidad, se han convertido fundamentalmente en portavoces de los organismos y comités científicos. De este modo, el saber supera al poder.

Es indudable que la verdadera ciencia está aportando soluciones y sería irresponsable no tomar en cuenta la opinión de los expertos. Pero una cosa es la ciencia y otra el cientificismo. En nombre de la evidencia científica, que en demasiadas ocasiones durante la pandemia se ha revelado efímera y variable, los políticos justifican sus decisiones en el saber de los expertos. Pero, en esta crisis, la voz de los expertos suele estar representada por las burocracias político-sanitarias. Es decir, por los técnicos con mayores subordinaciones al poder político. Por esos que, en nombre de la ciencia, comparan las manifestaciones con los pasos de la Semana Santa.

Por Manuel Fernández Blanco Psicoanalista y psicólogo clínico

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