Cogobernanza: cero en conducta

Borja Puig de la Bellaca

Entre otras muchas cosas, la trágica pandemia del covid-19 puso a prueba, desde el momento mismo de su declaración, la eficacia de nuestra cogobernanza, esa sin la cual los estados descentralizados no pueden funcionar. Y lo hizo, además, en medio de la crisis sanitaria, económica y social de enorme gravedad que el coronavirus acabaría provocando. Tras un año de experiencia, el balance de la coordinación territorial es, creo, claramente negativo. ¿Podría haber sido peor? Seguro, aunque ello no debería servirnos de consuelo. Como tampoco el hecho de que la colaboración entre el Estado y las regiones haya sido desde sus inicios una de las asignaturas pendientes del sistema autonómico español.

Es verdad que los números de la coordinación han mejorado: a finales del pasado año la entonces ministra de Política Territorial (hoy de Sanidad) hacía un recuento de las conferencias sectoriales. En el 2020, informaba, se habían incrementado de forma sustancial: 140, cuando la media anual venía siendo de no más de medio centenar. Darias destacaba, además, que las reuniones del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, básico instrumento de colaboración territorial en la lucha contra el covid, suponían más de la mitad.

¿Por qué afirmar, entonces, utilizando el título de la gran película dirigida por Jean Vigo en 1933, que a la cogobernanza debe otorgársele un cero en conducta? Pues porque, como ha venido sucediendo durante años, los resultados de la cooperación territorial han estado marcados por el respectivo signo partidista de los ejecutivos nacional y regionales, lo que no significa que la lucha contra el covid no originase también conflictos entre el Gobierno y las comunidades de mayoría socialista: recuérdese, entre otros, el nacido de la reiterada negativa del primero a ampliar el toque de queda solicitado por la mayoría de las autonomías.

Pero no ha sido esa la principal causa de la baja calidad de la cogobernanza, sino la ausencia de un auténtico modelo de lucha contra el covid. El Gobierno decidió en el primer estado de alarma concentrar todas las facultades de gestión de la pandemia, pero, tras el fracaso de lo que el presidente Sánchez presentó como un gran éxito («Hemos vencido al virus»), la segunda ola llevó a la adopción de un modelo opuesto -el del segundo estado de alarma- que trasladaba a los gobiernos regionales la lucha contra el coronavirus.

Es verdad que la distinta situación sanitaria de cada comunidad exigía un marco flexible, pero lo es, también, que durante todo el período de la segunda y la tercera olas brilló por su ausencia una coordinación efectiva de la gestión autonómica por parte de un Gobierno que actuó más como un espectador externo de la situación que como el órgano que debe dirigir la política estatal. Queda por saber la influencia que tal descoordinación ha tenido en el hecho de que España haya sido durante el primer año de la pandemia uno de los países del mundo con mayor cantidad de infectados y fallecidos por el coronavirus. Y, también, el que ha presentado peores datos económicos.

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