La pandemia vista por niños y adolescentes: El año más extraño en las vidas más cortas

Poco escuchados, los más pequeños, y acusados de irresponsables, los mayores, su mundo también se ha puesto del revés


redacción / la voz

Si los últimos doce meses han sido los más largos de la vida de muchos adultos, con más razón han podido ser una eternidad en las vidas de quienes han visto menos de 19 primaveras. Los meses de confinamiento, sin colegio, sin amigos, sin actividad física y, en el caso de los más pequeños, sin poder entender siquiera la situación fueron quizá los más difíciles. Y aunque ellos fueron los primeros en abrir la veda y poder salir del encierro, también han sido a menudo los grandes olvidados de las políticas en tiempos de pandemia.

Sin voto, y en consecuencia, casi siempre sin voz, en estos meses se han escuchado las demandas de sus padres, pero pocas veces las suyas. Y sin embargo, niños y adolescentes también sufren las consecuencias de la irrupción del coronavirus. Sus hábitos han cambiado, su modo de relacionarse con familia y amigos, también. Lo mismo ha pasado con las clases o lo que pueden hacer en el tiempo de ocio. Y pese a su corta edad, no se libran tampoco del miedo a la enfermedad, de la incertidumbre y, en los peores casos, del dolor de perder a un ser querido.

Un estudio promovido por Save the children, Unicef y otras tres organizaciones, en colaboración con la Comisión Europea, y realizado entre 10.000 niños de 11 a 17 años en plena pandemia apunta a que uno de cada cinco niños se está sintiendo infeliz y con ansiedad por el futuro, y la irrupción del covid lo ha agravado.

CARLA Y LÍA (13 Y 9 AÑOS - eSTudiantes de secundaria y primaria)

Carla y Lía, con las mascarillas que siempre lucen en sus salidas
Carla y Lía, con las mascarillas que siempre lucen en sus salidas

«Tenemos cien abrazos guardados»

En pleno confinamiento, Lía, que tenía ocho años cuando el coronavirus llegó a su vida, asomaba la cabeza por la ventana para recordar lo fresquito que era el viento y soñar con volver a la piscina. Casi un año después, ha cumplido los nueve sin poder celebrarlo con sus amigas, las clases de natación no han podido volver, la bañera se le queda cada vez más pequeña para intentar nadar y con lo que sueña es con quemar las mascarillas en las hogueras del próximo San Juan.

Para su hermana Carla, de trece años, ponerse el cubrebocas es ya como ponerse una sudadera, aunque reconoce que resulta especialmente incómodo en las clases de educación física del instituto en el que se ha estrenado este año. Está feliz de volver a clase, a pesar de que el coronavirus le robó la excursión con la que ella y sus compañeros iban a celebrar el final de su etapa en el colegio.

Por el camino se han quedado otras celebraciones. Por ejemplo, las del Entroido de Xinzo, del que este año no pudieron disfrutar. «Nos dio mucha pena», dice Carla, que recuerda la emoción con la que fueron a la villa ourensana para ver por primera vez a su familia tras los meses de encierro. Últimamente, los cierres perimetrales volvieron a alejarlas de sus abuelos. «Y cuando íbamos antes, lo hacíamos con mascarilla, sin besos ni abrazos, pero a ellos les hace ilusión igual», cuenta la hermana mayor. Todos esos mimos pendientes, Lía los va guardando en una cartera imaginaria. «Dice la profe que tiene cincuenta abrazos guardados ¡nosotras tenemos ya cien!», dice vehemente.

Saben, sobre todo Carla, que de su prudencia ahora depende poder dar más adelante todo ese cariño. «Mucha gente parece que se lo está tomando como si fuera broma, hacen fiestas... Es como si estuviéramos en esto porque queremos. ¡Que abran los ojos, estamos en pandemia! Todos queremos disfrutar, pero hay que hacer un esfuerzo», remata juiciosa, mientras anhela algo tan simple como una fiesta de pijamas con amigas.

RUBÉN BURGOS (18 AÑOS - estudiante de 2.º de bachiller)

Rubén, fotografiado en Pontevedra, ciudad en la que estudia
Rubén, fotografiado en Pontevedra, ciudad en la que estudia

«Iba a ser nuestro año, el de los 18»

No tiende Rubén a quejarse cuando evalúa el año que ha dejado atrás. Lo suyo es más mirar los aspectos positivos. Por ejemplo, haber descubierto lugares de la provincia en la que reside que nunca antes había pisado. «No pasé un mal verano. No fui de fiesta, pero hice otras cosas que antes no hacía y que me gustaron bastante, como ir a conocer sitios. También vi muchas puestas de sol, antes no me paraba a hacerlo», cuenta este joven que reside en Poio y estudia segundo de bachillerato en Pontevedra, y que una semana antes del estado de alarma estaba de excursión con sus compañeros de clase en Madrid. «Mi madre me metió una mascarilla en la maleta, pero nadie la usaba. Recuerdo que bromeábamos con lo del covid. Luego se fue poniendo todo cada vez más serio».

Hoy intenta ser prudente. Solo queda con un compañero de clase, y con su pareja, ahora que se ha autorizado incluso durante las restricciones más estrictas. «Menos mal que por fin se han acordado», dice. Las reuniones en grupo se acabaron al empeorar la situación epidemiológica. Pero sabe que la lupa está siempre puesta sobre los jóvenes. «Yo creo que sí tenemos conciencia. Pero cuando unos hacen una fiesta, se generaliza. Lo cierto es que los chavales que conozco que se han contagiado ha sido por sus padres o algún familiar que cogió el virus», afirma.

Él mismo ha pasado por dos cuarentenas preventivas en los últimos meses por positivos cercanos. En ellas, como durante el confinamiento, la tecnología fue su gran aliada. «Por suerte están los teléfonos, las redes sociales y las videoconsolas. De hecho, lo más positivo de esta pandemia es el avance tecnológico que ha provocado. Hasta mi abuela hace ahora la compra por el móvil», reflexiona. En el lado negativo de la balanza, lo que denomina como coste de oportunidad: «Este era el año de mis 18, cumplíamos la mayoría de edad, podríamos ir a discotecas, teníamos planes, viajes... Iba a ser nuestro año, lo íbamos a pasar genial».

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