Una ruta por A Mariña, pionera en saber qué era un cierre perimetral, muestra cómo hemos cambiado durante el último año
La A-6 parece una carretera secundaria. De no ser por los camiones de mercancías que se van cruzando por el camino a lo largo de la ruta, recuerda a la N-VI justo después de aquel 30 de julio del 2002 en el que fueron abiertos sus ocho últimos kilómetros, entre Pereje y Ambasmestas. Pero el escaso tráfico no es culpa de la inauguración de una alternativa más rápida, es consecuencia del efecto de un virus que hace un año puso patas arriba nuestras vidas haciendo tambalear los cimientos del estado de bienestar. Y, cómo no, también cambió muchas escenas de la vida cotidiana.
La gente empezó a fijarse más en lo que tenía cerca. Reformaron sus hogares. Experimentaron el teletrabajo. Convirtieron el chándal en uniforme laboral. Empezaron a valorar todavía más los trabajos esenciales. Desde los ganaderos a los sanitarios, que no dejaron de estar ni un solo día al pie del cañón. Más de 738.000 personas en España (243.833 en el sector de la hostelería) tuvieron que acostumbrarse a vivir pendientes de un ERTE. Las verbenas apagaron la luz, dejando afónicas a unas 120 orquestas gallegas, más otros tantos grupos más pequeños. Las mascarillas dejaron de ser cosa de chinos. La gente deseó, más que nunca, tener un pueblo. Hubo que aparcar el tinder y los más jóvenes —en Galicia hay 87.354 chavales de entre 18 y 21 años— tuvieron que dejar de rozar sus caderas en la disco a golpe de reguetón.
Con el intermitente cierre de los restaurantes, triunfó la comida para llevar y se echó mano del táper. Los parques, con permiso de la lluvia, acogieron a decenas de trabajadores en la pausa para el café... Pero, aunque la población entiende que hay que frenar al bicho, empieza a estar cansada. Sobre todo porque para ganarle la batalla ha sacrificado su movilidad y sufre las consecuencias económicas de unas medidas de contención que han convertido en extraordinario abrazar a un amigo.
Por eso, un año después de haberse decretado en España el estado de alarma, no sorprende la soledad de la A-6. Ni la de la A-8 o la de la LU-540 que serpentea en paralelo al Cantábrico hasta llegar a Burela. Es 22 de febrero. En el puerto de ese concello de A Mariña, tres hombres dan un repaso de pintura a A Gaveira, un barco de bajura que suele ir al verdel, al chicharro y a la sardina. José Luis, el patrón y armador, hace una pausa para quejarse de la escasez de cuotas, de que él y sus nueve marineros llevan tres meses parados —esperaban poder salir el 1 de marzo—, de que no hay quien mire por los hombres del mar y de que, de continuar las cosas como están, «vai quedar o 20 % da flota». Le pesa más eso que el coronavirus porque, como dice, «a pandemia afectounos entre comillas, porque o peixe grande baixou o prezo, pero no de batalla menos porque hai máis consumo na casa». Pero lo notan en otras cosas. Hace unos meses tuvo que mandar a tres marineros a casa porque «como van estar uns homes enfermos dentro dun barco pequeno de cerco. Aínda os grandes non son para pasar unha corentena, porque o que non estea contaxiado, contáxiase», explica.
Lunes al sol
No muy lejos, tres hombres disfrutan de un café al sol de febrero apoyados en un coche (el día en que se hizo este reportaje aún no estaba autorizada en Galicia la movilidad entre concellos ni se había reabierto la hostelería): «Como nos cambiou a vida neste ano? Pois isto éche coma todo. A ver se agora nos levantan o peche», comentan con resignación. No les queda otra. En Burela han aprendido a tomarse las cosas con calma. Porque este concello de A Mariña fue uno de los catorce que experimentaron por primera vez las consecuencias de un cierre perimetral. E incluso llegó a quedarse aislado en solitario cuando diez días más tarde fueron levantadas las restricciones en el resto de municipios.
«Xa levamos tres peches. O de xullo, o de novembro e o de agora», comenta Azucena, la propietaria de una floristería del centro. De eso y de lo apagadas que están las calles para ser un lunes por la mañana charla con Gema, que salió a dar un paseo con su madre Oliva. Ella tiene 87 años. Entra dentro de ese grupo de 230.000 gallegos de más de 80 años que no viven en residencias y que comenzaron a vacunarse justo este 22 de febrero. A Oliva todavía no la han llamado.
Su improvisada tertulia, con mascarilla y guardando la distancia de seguridad, dura un rato. Durante ese tiempo, solo una vecina ha cruzado la acera. La plaza donde está el Concello es de los pocos lugares donde se observa un poco de actividad. Dentro de los comercios no hay mucho movimiento. Dice Sergio, de la ferretería El Puente, que al principio a la gente le dio por pintar. Ahora reina el bricolaje. Pero eso no le aguanta las cuentas porque sus ventas, dice, «baixaron en torno a un 40 % co peche perimetral». No es para menos, porque a Burela van a comprar desde Cervo, Ferreira, Cangas, Valadouro....
Ese día, 22 de febrero del 2021, entre concellos solo podían moverse trabajadores o gente que fuera a cuidar a un familiar. Lo saben Marta y Nerea, dos chicas que trabajan como comerciales e instaladoras para una empresa de seguridad. Es su hora para almorzar. Comen de bocadillo, sentadas en el arcén del aparcamiento del restaurante Rías Altas, en Barreiros, uno de los pocos de la zona que tiene menú para llevar. Hoy tienen suerte que no llueve. «Non tes nin onde parar a mexar. Temos que pedir permiso nos bares. Aos transportistas profesionais déixanlles estar dentro nas áreas de servizo, pero a nós non. Nós traballamos moito a porta fría (llamando a la puerta sin entrevista previa) e non é a primeira vez que temos que preguntar dalgún lugar para poder mercar un bocadillo», cuenta Marta. Ella vive en Castro y, cada mañana, a las 7 para poder coger un café o desayunar, tiene que ir hasta Lugo. Y algo parecido le ocurre a Nerea, que va hasta el restaurante Rías Altas desde Ribadeo para coger café. Porque en esa villa, cuya economía se mueve gracias a Figueras, Navia, Tapia..., la vida avanza a medio gas. Que se lo digan a Ángel y Aarón, dos chicos de 19 y 21 años, que charlan en una escalera. No les queda otra. Ángel trabaja en hostelería; está en un ERTE, y Aarón no tiene empleo. «Agobia un poco —dicen— porque no podemos trabajar ni ir a ningún lado. Ya te damos titular: Ribadeo, entre rejas».
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