Cien años de soledad en un solo año


Mientras existió la Belle Époque, aquel período supuestamente dulce de la vida a finales del siglo XIX, nadie lo llamó así. La denominación nació retrospectivamente, cuando el horror de la Primera Guerra Mundial y la gripe de 1918 hicieron que se viese con nostalgia el mundo inmediatamente anterior. Se cumple ahora un año de la fecha en la que la pandemia de coronavirus se hizo oficial y la vida anterior ya parece un mundo, si no lejano y perfecto, sí al menos lo suficientemente distinto y mejor como para contemplarlo con añoranza: un tiempo sin mascarillas, con reuniones familiares y fiestas, viajes despreocupados y lugares concurridos. No es que hayamos entrado en una nueva era, sino que más bien hemos quedado suspendidos en el tiempo, en un bucle, y por eso el aniversario nos sorprende y nos desconcierta. Nos parece, una de dos, que o ha sido ayer o que han pasado diez años.

El virus nos ha permitido echar un vistazo, aunque sea en una variante blanda y justificada, a la experiencia de un estado totalitario

Es un mundo extraño, este, por su provisionalidad y porque, en muchos sentidos, tiene la forma de nuestras pesadillas futuristas. No es 1984 ni Un mundo feliz, pero quién hubiese imaginado que viviríamos meses de toque de queda, confinamientos domiciliarios, suspensión del derecho a viajar... El  virus nos ha permitido echar un vistazo, aunque sea en una variante blanda y justificada, a la experiencia de un estado totalitario. Nos ha presentado la imagen inquietante de un mundo sin nosotros. También nos ha mostrado a dónde conduce, llevada a sus últimas consecuencias, esa sociedad virtual que tanto prometía: a un yermo de soledad e incomunicación. La soledad ha sido, de hecho, lo más característico de esta pandemia, no porque hayamos estado solos exactamente, sino porque el miedo al contagio convierte a cada cuerpo en una frontera señalizada por la bandera azul quirúrgico de las mascarillas, protegida por la cuarentena y la PCR.

Pinchazo a pinchazo, iremos retomando la normalidad a lo largo de este año, o al menos esa es la promesa. Para entonces, volver con tranquilidad a las cafeterías, a las reuniones de amigos, al teatro o al cine tendrá el aire del regreso de un exilio, después de este año de deportación a la Siberia de nuestra propia intimidad. Ya nadie dice, como al principio, lo de que esto, de alguna manera, nos hará mejores. Un año después, a la mayoría le basta con volver a ser lo más parecido posible a como éramos antes. Es el deseo modesto que aparece siempre hacia el final de todas las guerras: que se acabe pronto y con el menor número de bajas posible. Lo que empezó con aplausos en los balcones terminará con impaciencia en los centros de salud; la gran utopía cibernética, en la constatación de que la vida solo tiene sentido como fenómeno presencial. ¿Qué quedará? Un mal recuerdo o un buen olvido, porque esas son las dos únicas opciones que no deja un pasado traumático. Antes, cuando se guardaban las fotos, estos años raros quedaban señalados en una página con una imagen, como esa foto de muñecos de nieve que hay en todos álbumes de España y que, si uno le da la vuelta, siempre dice «1956» (el año del Gran Frío). Ahora, cuando ya solo nos encontramos con nuestros recuerdos cuando tropezamos con ellos por casualidad, puede que dentro de unos años nos topemos con una foto de estos tiempos, y será inconfundible: 2020-21, cuando dejó de haber rostros en la calle y vivimos cien años de soledad en un solo año.

Por Miguel-Anxo Murado Escritor y periodista

Conoce toda nuestra oferta de newsletters

Hemos creado para ti una selección de contenidos para que los recibas cómodamente en tu correo electrónico. Descubre nuestro nuevo servicio.

Votación
9 votos
Comentarios

Cien años de soledad en un solo año