Lo que hemos aprendido de un año de pandemia y lo que no nos ha servido absolutamente para nada

Hoy resultan evidentes cosas que hace unos meses parecían descabelladas, y al contrario. A la OMS le costó recomendar la mascarilla y negó categóricamente mucho tiempo la transmisión por el aire


El ser humano respondió ante el coronavirus como siempre lo ha hecho frente a lo desconocido: tanteando, probando una vez y otra hasta dar con la manera. Por lo complejo e inaudito de las circunstancias, este ensayo y error fue torpe, y por cada paso hacia adelante se dieron dos hacia atrás. Aprender, asumir, desaprender y, de nuevo, volver a asimilar. «Hay que partir de que todo el mundo implicado estaba en una tarea de aprendizaje y de que no existe una teoría general sobre los virus, que cada virus es muy particular», defiende el catedrático de Psicología Social de la Universidade de Santiago de Compostela Jorge Sobral. El «vamos viendo» fue la manera de proceder, el no pero luego resulta que sí, y viceversa. ¿Qué fue de lo de pasar por lejía la compra, de los termómetros sin contacto en cada esquina, de los camiones cisterna nebulizando las calles?

Explica el experto que las informaciones confusas provocan «un estado de falta de congruencia». «Se enviaron mensajes contradictorios y se pidió a la gente que hiciese cosas que podían ser contrarias a lo que creía, y esto da lugar a múltiples manera de resolver la contradicción -expone-. Hay quien resuelve sometiéndose a la norma y respetándola a pesar de todo, y hay quien no, quien se la salta porque no le confiere legitimidad».

Anota la también psicóloga Carmen Patiño que para una adecuada adaptación ante «un evento estresor o traumático», como ha sido la pandemia, las personas no solo necesitan contar con estrategias de afrontamiento, sino también con la capacidad de modificarlas cuando no están siendo eficaces y adaptativas. Subraya aquí la importancia de aprender a ser resilientes. «Un evento negativo puede traer consigo una oportunidad de fortalecimiento emocional -explica-. Todo esto nos ha permitido adaptarnos a cambios tan simples y a la vez tan complejos como la modificación de nuestros horarios, o la forma de trabajar o comportarnos socialmente. Ahora nos saludamos con el codo y ni nos tocarnos ni nos besarnos. Enfrentarse a lo nuevo es algo que nos ayuda a mejorar, a afrontar con flexibilidad las situaciones inesperadas y a imponer sobre ellas nuestros propios fines; pero para conseguirlo tenemos que estar dispuestos a aprender, a aprovechar esos aprendizajes para mejorar».

Mascarillas

A finales de mayo, dos meses después de que la Organización Mundial de la Salud declarase oficialmente la pandemia como tal, Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias del Ministerio de Sanidad, reconoció que si en un primer momento se desaconsejó usar mascarilla fue porque no había suficientes. La OMS, sin embargo, se mantuvo en sus trece defendiendo que no había evidencias científicas de que protegiesen de infecciones respiratorias. No fue hasta junio cuando por fin recomendó su uso en lugares con transmisión generalizada y solo para aquellas personas que no pudiesen mantener la distancia de seguridad.

Una vez admitido su papel clave para frenar el avance del virus, siguió insistiendo en lo contraproducente de la falsa sensación de seguridad que podía provoca. Al mismo argumento se han aferrado las autoridades sanitarias españolas para evitar hacer obligatorio el uso generalizado de las máscaras de alta protección, como las FFP2, imperativas ya en algunos países para lugares cerrados. Otros, como EE.UU. o Portugal, ya recomiendan mascarilla doble para hacer frente a las nuevas variantes del virus. Desde la Sociedad Española de Medicina Preventiva, sin embargo, esta práctica no tiene ningún sentido. Otra cosa que no vale para nada es recurrir a los protectores transparentes de PVC que están popularizando algunos famosos, ni tampoco a las mascarillas con válvulas.

Aerosoles

«Si la tuberculosis o el sarampión vuelan como un águila, el coronavirus vuela como una gallina». Con esta sentencia, el doctor Faheem Yomus, jefe de enfermedades infecciosas de la Universidad de Maryland, sentaba cátedra en un rápido tuit el pasado mes de mayo sobre la dinámica de un virus del que entonces no se sabía nada. Primero se aseguró que se transmitía a través de las superficies, que el vehículo eran las gotas «pesadas» que las personas contagiadas expulsaban al toser, estornudar o incluso hablar, de ahí el empeño por desinfectar manos, espacios, hasta comida. Ahora, después de gastar ingentes cantidades de dinero en purificaciones masivas, existen evidencias que apuntan a que la principal vía de contaminación es el aire, que el agente infeccioso viaja a través de gotículas más pequeñas, que quedan suspendidas durante horas si no hay una buena ventilación, pero sigue sin haber consenso científico que lo apuntale. En cuanto a la transmisión a través de los alimentos, desde el CSIC revelan que es muy baja, pero no nula. Eso sí: mientras que la cocción inactiva la infección, la congelación la preservaría.

Reinfecciones

En agosto, Hong Kong documentó el primer caso de reinfección por covid-19: un hombre, recién llegado de España, volvió a contagiarse cuatro meses después de haber superado la enfermedad. Ahora sabemos que la mayoría de las personas que pasan el coronavirus tienen un promedio del 83 % de inmunidad durante al menos cinco meses, pero pueden reinfectarse y transmitir el virus. La conclusión, hoy por hoy y con la evidencia científica que hay, es que las reinfecciones son esperables, pero en su mayoría leves y limitadas, sin descartar casos graves más asociados a factores de riesgo individuales. En algunos casos sucede que el paciente no se ha liberado por completo del virus, que permanece latente en el cuerpo hasta que vuelve a manifestarse en un positivo o provocando síntomas.

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