La vida sigue en Masanasa: mil formas de afrontar el duelo y los efectos de la dana

Carlos Peralta
Carlos Peralta LA VOZ EN VALENCIA

ESPAÑA

Carlos Peralta

El mantra que repiten todos los afectados y voluntarios en las poblaciones afectadas es «que esto no se olvide»

07 nov 2024 . Actualizado a las 12:14 h.

La calle Joanot Martorell es una calle cualquiera. Está en Masanasa, pero bien podría estar en Meliana, en Siete Aguas o en Torres Torres. Casas particulares, con sus garajes y sus corrales en la parte trasera. Una calle de pueblo.

El martes 29 de octubre, esta y muchas otras calles de Masanasa acapararon toda la atención mediática. Una riada arrasó con todo y llenó la acera y la calzada de fango y, aunque suene grave decirlo, de miseria.

Una semana después, ni el más ermitaño es ajeno a todo esto. La casa de la madre de María José ya no tiene muebles en la planta baja. Se echó todo a perder, hasta ese ordenador que compraron en febrero. Siguen imponentes los azulejos, todavía bellos pese a la capa de roña. Son indiscutiblemente valencianos. También podrían estar en Meliana.

El detalle del azulejo es interesante porque los de los vecinos de la calle son parecidos. María José responde a la catástrofe con ironía: invoca a la importancia de la salud y cuenta que, bueno, ya había pensado varías veces en hacer una reforma. Su cuñado llegó con su hermana de Zaragoza en cuanto pudo. Accedió a la vivienda con el agua por la cintura. No se olvidó de traer los deliciosos melocotones de la Almunia, que ofreció de buen grado a través de un allegado. El martes seguramente, si no cambió de opinión, durmió en el piso de arriba, que pertenece a sus suegros, para proteger la casa de posibles robos.

Muchos de los vecinos son personas mayores. El hijo de uno de ellos, Paco, se desgañitó cuando pasaron los electricistas para conseguir luz para sus padres. En la casa de al lado está María Amparo. Ahora están separados solo por lo restos de una pared, coronados por un tremendo agujero.

María Amparo vivió ya la inundación de 1957 y la pantanada de Tous de 1982. Sospecha que ahora esquivó la muerte como muchos otros, por una decisión intrascendente de la vida cotidiana. Dice que, con todo esto, ya no sabe ni pensar. Y lamenta, por encima de todo, las pérdidas humanas, más irreparables que ninguna otra.

En otra vivienda está Manuel. Hay también dos voluntarios gastándose bromas. El estado del baño, ahora sin apenas fango, es su mayor trofeo. Pero nadie gana en buen humor al bueno de Manuel. Pocos minutos después de conocerle y desde la maltrecha entrada a la casa de su tía, te saluda —y te vacila— como si te conociera de toda la vida.

Los vecinos tienen la esperanza y posiblemente la convicción de que sus casas son como los azulejos de María José. Pueden volver a ser hogares, a ser lo que han sido sin todo ese barro. Faltará para ello mucho trabajo que les llevará meses. De ahí la insistencia de muchos valencianos, ya no solo de Masanasa. Cuando les preguntas si quieren añadir algo, muchos contestan:  «Que esto no se olvide».