Aunque su investidura puede acabar costándonos muy cara la mayoría de los españoles, la elección de Salvador Illa supone una buena noticia para ver si se pone fin a la matraca secesionista de una vez. Illa aprendió política al lado de Miquel Iceta, un superviviente del PSC acostumbrado a navegar entre los tiburones nacionalistas. El ahora presidente catalán se fogueó como alcalde y tuvo un paso más que discreto —y parcialmente bajo sospecha con las mascarillas y los respiradores—, pero siempre ha demostrado la flexibilidad de un junco. Sus detractores nacionalistas le acusan de españolista y en su partido le acusan de ser demasiado comprensivo con los separatistas. Y ese es el perfil del nuevo presidente de la Generalitat: es capaz de adaptarse a todo y sobrevivir.
Cuentan los conocedores de las tripas de la Moncloa que en la cabeza de Pedro Sánchez siempre estuvo convertir a Illa en la némesis de Puigdemont. De ahí que su mentor, Iceta, lo promoviera como ministro de Sanidad, un área sin presupuesto ni grandes incendios, pero con visibilidad y dinero. Lo necesario para propiciar la creación de un liderazgo. Nadie contaba con la pandemia, claro, pero el ministro supo salvarse de la quema exponiendo a todas horas a Fernando Simón.
Ahora, en su vuelta al poder como presidente de la Generalitat deberá manejar un difícil equilibrio. En los papeles ha firmado hasta la muerte de Manolete con tal de garantizarse el apoyo de Esquerra y los Comunes. Y se ha empleado a fondo para desactivar el malestar de los barones socialistas que temen que el egoísmo de los independentistas les convierta en ciudadanos de segunda, con menos derechos que los catalanes. Quizá le tocará echar mano de sus raíces para aplicar las consiguientes rebajas. En su pueblo, La Roca del Vallés, está un outlet que pasa por ser el más grande Cataluña y que presume de grandes descuentos...
De Puigdemont, poco que decir. El fugado sigue igual. «Todo ha salido perfecto, no lo han detenido y no ha frustrado la investidura», presumió uno de sus abogados cuando había aplicado la táctica de los trileros para desaparecer en medio de la marabunta —es una exageración, a los hiperventilados apenas les quedan unos pocos centenares de incondicionales— por el paseo de Lluís Companys. Los que no le tienen fe estaban seguros de que no quería pasar ni una hora en una cárcel española. Por miedo, claro. Pero su aparición en Barcelona le permite afianzar su leyenda de indomable, poner en ridículo a los Mossos y a la policía y mantener el relato de que es el único independentista pata negra. Queda por ver hasta donde llega su afán de venganza.