Cuatro víctimas recuerdan los atentados del 17A: «No he vuelto a recuperar la alegría»

Melchor Sáiz-Pardo BARCELONA / COLPISA

ESPAÑA

Horror por el atentado en las Ramblas. El 17 de agosto una furgoneta arrolló a los transeúntes en el corazón turístico de Barcelona.
Horror por el atentado en las Ramblas. El 17 de agosto una furgoneta arrolló a los transeúntes en el corazón turístico de Barcelona. David Armengou

Javier Martínez, Edita Cedeño, Virginia Salas y Carlos Andrés Valencia pasean por las Ramblas en el aniversario del ataque

14 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Algunos de ellos no habían vuelto a pisar las Ramblas desde aquel 17 de agosto del 2017 en el que el terrorista Younes Abouyaaqoub asesinó con su furgoneta a 14 personas e hirió a otras 180. Cinco años después de la última cadena de atentados islamistas vivida en España, cuatro de las víctimas del atropello masivo de Barcelona hacen de tripas corazón y, a petición de este periódico, vuelven al escenario de la matanza que marcó sus vidas. Javier Martínez, Edita Cedeño, Virginia Salas y Carlos Andrés Valencia recorren juntos los 550 metros que Abouyaaqoub condujo en zigzag aquella tarde calurosa de agosto, sembrando la muerte a su paso.

Javier Martínez no tarda ni un segundo en sacar su tarjeta de presentación. «Las alas de Xavi», un pequeño pin con dos alas blancas de ángel, las de su hijo Xavi, asesinado aquel jueves con solo tres años. Javier, en el conocido Café Zúrich, en la plaza de Cataluña, en el inicio de la Rambla, no para de hablar. Y lo hace con pasión. Pero su mirada siempre está perdida.

En realidad parece irse muy lejos, sumergirse muy profundo, cuando recuerda ese jueves a las 16.50 horas. «Nunca bajábamos a Barcelona en julio o agosto. Pero habían venido los tíos de mi exmujer y decidieron venir desde Rubí para darse una vuelta en las Golondrinas (barcas turísticas) del puerto. Yo estaba trabajando justo aquí al lado». Martínez enciende el enésimo pitillo como si la nicotina le diera fuerzas para seguir su relato. «Me llamó mi exmujer. Me dijo que habían atropellado a Xavi, pero se cortaba y yo entendí que había sido una 'furgoneta de atestados' en lugar de un 'atentado'. Me lancé a la calle. Sabía que habían ido al puerto y empecé a buscarles por debajo de las Ramblas. Había mucha gente corriendo pero el silencio era sepulcral. Era un silencio extraño, como el de un iglesia llena de gente pero en silencio», rememora.

Javier, por fin, encontró a su exmujer y a su hija Marina, de siete años, en el Centro de Asistencia Primario (CAP) de las Ramblas. Estaban ensangrentadas pero vivas. También allí había un «extraño silencio». «Había gente con la boca partida, brazos y rodillas partidas. pero nadie se quejaba. Sabían que allí estaban intentado salvar la vida a un niño». La voz de Javier se entrecorta. «Desde el principio las noticias no fueron buenas. Había estado mucho tiempo en parada cardiorrespiratoria y no iba a quedar bien».

Al pequeño lo llevaron, todavía con un hilo de vida, al Hospital de la Santa Creu i Sant Pau. En el camino, el pequeño sufrió dos nuevas paradas respiratorias. La tercera la sufrió cuando le estaban realizando un TAC.

El relato de Javier se corta justo en el lugar donde la furgoneta embistió la sillita de su hijo y a la persona que la empujaba en esos momentos, su tío abuelo Francisco López, quien también falleció. Estamos casi justo encima del mosaico de Miró, el lugar en el que el terrorista puso fin a su carrera mortal. «Hasta allí voló Xavi. hasta allí».

Javier parece estar viéndolo todo, parece haber vuelto a ese 17 de agosto del 2017. «No se me olvidará nunca mi madre en el hospital cuando nos comunicaron que mi niño había muerto. Me decía una y otra vez: 'Déjamelo a mí. Déjame abrazarlo. No está muerto. Lo único que tiene es frío'».

Edita Cedeño escucha absorta las palabras de Javier. Cada dos por tres rompe a llorar. Es un verdadero manojo de nervios. Desde el atentado no había puesto un pie en las Ramblas. Desde aquel 17-A está en tratamiento. Ella, como Javier, no es capaz de escuchar una sirena sin llevarse un respingo. El enésimo vehículo de emergencias y volver a las Ramblas le aviva los recuerdos. «¡Bum! ¡bum! ¡bum!.. ¡plas! ¡plas! ¡plas! . el sonido de la furgoneta llevándose por delante a la gente todavía retumba en mi cabeza».

El último día feliz

Aquel jueves de hace cinco años, Edita Cedeño estaba particularmente alegre. «En realidad fue el último día feliz que recuerdo», apostilla. Había viajado desde Hospitalet al centro de Barcelona para regalarse una tarde de compras y la cosa había ido bien. Decidió tomarse un respiro y recargar su botella de agua en la mítica fuente de Canaletas. «Y fue justo allí donde sucedió todo. Vi la furgoneta que acababa de entrar (Canaletas está al inicio de la Rambla), la gente. venía en zigzag. ¡Ay! ¡ Los golpes! ¡Los gritos! Me quedé paralizada. Y solo al final reaccioné. Me tiré a la calzada y eso me salvó. Fue por unas milésimas».

Edita no sufrió daños físicos, pero los graves daños mentales de aquel día han hecho que sea reconocida por sentencia como víctima de los atentados. No ha vuelto a ser la misma. Ver lo que vio tan de cerca le ha dejado una herida que «no cura y no creo que cure nunca». Estuvo atrapada durante horas en unas Ramblas donde se temía que siguiera habiendo terroristas y aquello todavía empeoró un cuadro ya de por sí grave. «No he vuelto a recuperar la alegría», dice antes de volver a romper a llorar.

Como viejas amigas

Este durísimo paseo por las Ramblas ha hecho que Edita se haya hecho íntima de Virginia Salas, a la que apenas conocía de vista antes de ahora. Ahora, las dos marchan del brazo como viejas amigas por las aceras que cambiaron sus vidas.

Esta mujer menuda sufrió los dos tipos de heridas. Se dañó la rodilla derecha y sufre un «trastorno de estrés agudo» desde hace cinco años. También ella está viva de milagro. «Aquel domingo era el último que mi amiga escocesa Kirsten Pyllatt estaba en Barcelona. Vinimos de Hospitalet al centro a ver la Pedrera, la Casa Battló. Al final decidimos ir a las Ramblas para comprar un suvenir. Y fue en ese momento. Probablemente no estaría viva si no hubiera sido por Kirsten. Si ella no me hubiera avisado. 'se acabó Lucas'. Yo estaba de espaldas y me gritó: '¡¡¡Virginia, a van!!!! (¡¡¡Virginia, una furgoneta!!!)». Ella ni recuerda cómo se apartó antes de que el vehículo acabara por impactar contra el quiosco en el que estaban comprando un recuerdo. Su amiga no tuvo tanta suerte: la furgoneta la lanzó contra el quiosco y se destrozó la cadera.

Ambas, heridas, corrieron y corrieron, sorteando cuerpos, sin saber dónde, hasta acabar en el hotel Niu, donde las atendieron e intentaron curarles las heridas. Las físicas, porque las mentales siguen cada día más presentes. «Es tremendo. Dudo de que los miedos se vayan a ir alguna vez. Es el miedo a no saber si vas a volver cada vez que sales. Es un infierno». Virginia, agarrada siempre al brazo de Edita, se sincera a la sombra del quiosco donde volvió a nacer.

 Quioscos convertidos en armas

No solo para Virginia. A Carlos Andrés Valencia, otro de los quioscos de la Rambla, le destrozó el codo derecho. La furgoneta, solo unos metros antes de frenar, embistió un último quiosco y parte de la estructura cayó sobre Carlos. «Era mi día libre y había venido al centro, a Western Union, para hacerle la transferencia mensual a mis hijas. Escuché de pronto un ruido. Al principio pensé que era gente de juerga. Pero, por esas cosas de Dios, me dio por voltear a mirar cuando vi que venía la furgoneta prácticamente encima. Solo me dio tiempo a echarme al lado del quiosco, pero toda la estructura se me cayó encima».Ese último golpe hizo frenar definitivamente la furgoneta a la altura del famoso mural de Miró. Allí acabaron los 550 metros de la matanza de Younes Abouyaaqoub.

Aquí acaba también el paseo de Javier, Edita, Virginia y Carlos Andrés. Los tres últimos contienen la respiración mientras observan a Javier, que tiene la mirada pérdida en la acera a donde la furgoneta lanzó a su hijo instantes antes de frenarse por fin.