También aspectos más cotidianos, como «la imposibilidad de tener amigos entre gente de la tierra». Bien en cuarteles o en pisos, «vivíamos como furtivos, sin que nos conociera nadie». A sus familiares no les atendían en algunos comercios del pueblo y las frecuentes malas miradas les condujeron al «aislamiento social». Algunos optaron por separarse de su familia durante meses o años para ahorrarles la presión, lo que propició tensiones y divorcios.
Naturalmente, llevan los atentados grabados a fuego, pero enmarcados en una llamativa 'normalidad' a la que se aferraron para sobrellevar el miedo. «Lo normal era que pasara un coche por la carretera, aminorara la marcha y desde el vehículo nos ametrallaran, pero aquel día noté que el tiroteo era diferente, que era algo más gordo», relata un guardia civil. Este hombre fue herido ese día y «disparaba al aire cada poco tiempo para que vieran que estaba vivo y no me remataran». Muchísimos confiesan que sufrieron secuelas psicológicas en un tiempo en que, además, eso era un tabú para personal que portaba armas.