No podía pasar demasiado tiempo en la redacción. Su cabeza enseguida pensaba en nuevas salidas. Siempre quiso estar en medio de todas las batallas y disfrutaba como un niño contando cómo silbaban las balas sobre él
27 abr 2021 . Actualizado a las 21:13 h.David Beriain (Artajona, 1977) siempre quiso estar en medio de todas las batallas, disfrutaba como un niño contando cómo silbaban las balas sobre su cabeza o cómo se mimetizaba con sus acompañantes para pasar desapercibido. Cuando estuvo empotrado con los soldados estadounidenses optó por cortarse el pelo al cero -pasaba por un marine-; y cuando viajaba por Afganistán prefería dejarse barba y cubrirse con el pakol -como un auténtico pastún-, agenciarse a un taxista local y recorrer el país de una punta a otra. «Si te vistes como occidental y te rodeas de guardaespaldas armados, llamas más la atención», confesó a la vuelta de una de sus visitas al país asiático. Su carácter cercano de noble navarro también ayudaba. Todos en la sección esperábamos con ansia que nos relatara sus aventuras, aunque antes tenía que pasar a ver a su familia en Artajona y traernos las sabrosas galletas de la tía Blanqui. No paraba mucho tiempo en la redacción. La sangre le hervía cuando pasaban los días y su cerebro no dejaba de pergeñar un nuevo destino. Pero no era ningún temerario e inconsciente, sabía del peligro de sus misiones.
Con tan solo 25 años, se estrenó como reportero de guerra de La Voz durante la invasión estadounidense de Irak en marzo del 2003. Estaba exultante, era su sueño. «Me he agenciado un casco y un chaleco antibalas», nos contaba a los compañeros de Internacional pocos días antes de partir hacia Turquía con el objetivo de pasar a Irak. Le llevó un mes cumplir su objetivo. Llegó al Kurdistán iraquí cruzando ilegalmente la frontera escondido siete horas en el doble fondo de un camión de contrabandistas. Supimos de él tres días después. Cuando por fin cogió el teléfono vía satélite estaba eufórico. «Ha sido una locura, pero ha merecido la pena», contaba sin dar importancia a nuestra angustia.
[Consulta aquí sus textos de aquellos primeros días en Irak]
Ese fue solo el primero de los tres viajes que hizo a Irak. Regresó en agosto del 2003 para dar cuenta del despliegue del contingente español en la base de Diwaniya. Nos contó cuál era la situación real de los militares enviados por Aznar en «misión humanitaria». Por eso David quería estar allí, quería vivir y contar en primera persona una parte de la historia del siglo XX. En el 2006 volvió a Irak empotrado con los soldados de EE.UU. Era el otro punto de vista que le faltaba por contar de la guerra.
Un año antes, en agosto del 2005, tuvo que hacer precipitadamente el petate para ir a cubrir el accidente del helicóptero Cougar, que dejó 17 soldados muertos, doce de ellos adscritos a la brigada pontevedresa Brilat. «Buenas, soy periodista de La Voz», le espetó al coronel Moreno, jefe de la base de Herat, que no daba crédito a que aquel jovenzuelo se hubiera recorrido 840 kilómetros desde Kabul por infumables carreteras hasta llegar hasta allí.
Después vinieron otros destinos -Darfur, el Sáhara y Pakistán- antes de comenzar su etapa en su productora 93 Metros (como el mismo contó, es la distancia entre la casa de su abuela y el banco de la iglesia donde rezaba), en la que se adentró en Colombia para hacer un reportaje de sicarios y en México para retratar a los carteles de las drogas en México.
Cuando el fotógrafo José Couso murió por el ataque estadounidense al hotel Palestina de Bagdad, David escribió. «A mucha gente todo esto que cuento le puede parecer absurdo, pero quizás sea el mejor homenaje que se le puede hacer a los que caen intentando contar lo que pasa». Ese era nuestro compañero.