Los primeros datos que aporta el Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la crisis del coronavirus confirman con toda nitidez tres certezas. La primera —como no podía ser de otro modo— es que la pandemia se ha convertido en el problema más grave para la sociedad española; la segunda, que la mayor parte espera consecuencias dramáticas, y la tercera, que es imposible depositar confianza en los dirigentes políticos. Los ciudadanos no son culpables de ninguna de ellas, pero las padecen todas: el peligro para su salud, el desmoronamiento de su economía y la persistente falta de altura de miras de sus supuestos líderes.
No les falta razón. A un mes de la declaración del estado de alarma, los españoles han asistido a graves carencias, como la falta de material sanitario; inoperancias, como la descoordinación entre Administraciones, y fracasos en la gestión, como el colapso en los servicios de empleo. Sí han tenido, sin embargo, innumerables horas de emisión de propaganda, enfrentamientos viscerales, jugadas políticas trucadas, dos Gobiernos.
De entre todos estos elementos perturbadores, el que cada vez se sostiene menos, por el daño que hace a España dentro y fuera del país, es el intento de sometimiento que quiere imponer la parte del Consejo de Ministros que no se sitúa cerca de la moderación, sino en el extremo. Allá donde gobernó con sus múltiples nombres, como se recuerda en Galicia, sus fracasadas políticas solo sembraron confrontación y caos.
Haber llevado al Gobierno del país a una posición tan escorada está impidiendo no solo dar una respuesta coherente a los desafíos que tiene hoy la sociedad española, sino que imposibilita cualquier acuerdo leal entre las fuerzas políticas, como hacen ver incluso históricas figuras del socialismo.
Con la política tan radicalizada dentro de un Gobierno con dos frentes, y entre este y la desnortada oposición, solo puede ser un trampantojo o un espejismo plantear la reedición de unos pactos fundacionales como los que se firmaron en el año 1977.
Porque de todos los instrumentos que son necesarios para alcanzar un compromiso político de tal envergadura, España no cuenta hoy ni con el primero: la lealtad. Y, con ella, la voluntad de servicio al país, que debe emplazarse muy por delante de los intereses de poder o de beneficio electoral. Por mucho que se inflen los discursos, esa disposición es la que no ven los ciudadanos en los políticos del 2020. Y ya no se puede esperar más por ella.