Iglesias y Sánchez sufren una relación llena de altibajos desde el 2014. Ahora, tendrán que compartir Gobierno

fRANCISCO ESPIÑEIRA
Jefe de Área de España e Internacional

Esta historia arranca hace un lustro. A finales del 2015, tras las elecciones generales que consumaron el fin del bipartidismo, la relación de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias estaba repleta de sonrisas y guiños cómplices. Derrotado Mariano Rajoy en las urnas, PSOE y Podemos se frotaban las manos con el asalto al cielo de la Moncloa. Se citaron una fría mañana de marzo para darse un paseo por la Carrera de San Jerónimo. Pablo quiso romper el hielo regalándole un libro -Historia del baloncesto- a Pedro como inicio de su relación.

El idilio duró unas pocas semanas. Iglesias salió de su primera audiencia con el rey dispuesto a exigir su parte del botín: una vicepresidencia para él, la televisión pública, el CNI y varios ministerios estratégicos, algo que luego intentó matizar pero que el líder socialista consideró un desafío inaceptable.

Aquel desencuentro acabó por echar a Sánchez en los brazos de Albert Rivera. Fue el primer abrazo del socialista con un hipotético socio de Gobierno. De hecho, se bautizó el acuerdo con Ciudadanos como el pacto del abrazo, por ser firmado bajo el cuadro homónimo de Juan Genovés que se convirtió en un icono de la Transición, el odiado régimen del 78 en la jerga de Unidas Podemos.

Aquel acuerdo tampoco fraguó y el retorno a las urnas en junio del 2016 se tradujo en el canto del cisne del PP, que sumó una leve mejoría que le permitió recuperar el Gobierno en minoría hasta el 31 de mayo del 2018. 

Los años más duros

Cuatro veces no. Si Pedro negó a Jesús tres veces en el patio de Caifás, Pablo le dijo no es no a Sánchez cuatro, aunque, es cierto, le brindó su apoyo en la moción de censura que desalojó a Rajoy. A los dos noes del 2016 le siguieron los dos de la fallida investidura de julio de este año. 

Las últimas hostilidades estallaron en la tribuna del Congreso entre el 23 y el 25 de julio. Y este es el relato de las 2.900 horas que emplearon Sánchez e Iglesias en recomponer sus relaciones personales y recuperar la sintonía de aquella fría mañana del 30 de marzo del 2016 cuando esbozaron, por primera vez, el Gobierno de coalición al que ahora apuntan. 

Los reproches

Una negociación turbulenta y un veto. El penúltimo divorcio entre el PSOE y Unidas Podemos llegó en la semana del 25 de julio. El fin de semana anterior, los dos partidos se encerraron en un hotel cercano al aeropuerto de Barajas para intentar dar forma al pacto de Gobierno que las matemáticas pronosticaban: 123 diputados socialistas y 42 de las confluencias de ultraizquierda. Dos semanas antes, se había superado un escollo que parecía imposible. «Pablo Iglesias es el problema. No puede estar en el Gobierno porque no me fío. Tiene posiciones discordantes en temas clave como Cataluña», dijo en una entrevista. 

El de Podemos deshizo ese nudo gordiano con facilidad. «Yo no voy a ser un obstáculo. Daré un paso al lado», respondió por vía catódica a las pocas horas. Se guardó, eso sí, la baza de la vicepresidencia para su pareja y número dos, Irene Montero, como condición sine qua non para la alianza.

El PSOE accede a que Unidas Podemos se lleve Vivienda, Sanidad y Consumo. «Nos dan la caseta del perro», criticaron desde el partido morado. La negociación a la desesperada fracasa. La tribuna del Congreso se convierte en escenario de un durísimo ataque dialéctico de Sánchez. Iglesias realiza un último movimiento a la desesperada. El 25 de julio, justo antes de la segunda votación, asegura haber recibido una llamada de José Luis Rodríguez Zapatero para que pida algo más, las políticas activas de empleo, y acepte el trato. Sánchez bracea en su banco azul y niega la mayor. «Ya es tarde», musita. Las encuestas de Tezanos le sonríen y piensa en una mayoría más confortable con la que poder seguir en la Moncloa en solitario. La votación acaba entre reproches y los dos líderes se van sin intercambiar una palabra. Empiezan los 108 días de reproches que acabarán en el pacto y el abrazo del 12 de noviembre. 

La precampaña

Ni mensajes ni llamadas. Las redes sociales y las entrevistas se convierten en la única vía de comunicación entre los dos antiguos amigos. «¿Te parece normal que no me haya llamado en todo el verano?», le pregunta Iglesias a su entrevistador en septiembre, antes de la disolución definitiva de las Cortes. 

Los puentes entre Ferraz, sede del PSOE, y Princesa, cuartel general de los morados, están completamente rotos. Los dardos se suceden entre los antiguos negociadores y el fracaso colectivo de la no investidura se consuma.

La ocho semanas que separan la convocatoria electoral del inicio de la campaña no hacen más que señalar las diferencias. «Quiere pactar con la derecha», denuncia Iglesias. «No son de fiar», replican Sánchez y buena parte de la plana mayor de los socialistas a cada pregunta sobre el estado de las relaciones entre ambos.

«Se llevan mal. Pedro no soporta el aire de superioridad moral de Pablo», admite otro dirigente que trata a ambos líderes pocos días después de que Iglesias hiciera una referencia despectiva al discutido doctorado de Sánchez. La tensión alcanzo su cénit en el debate electoral del 4 de noviembre. El de Unidas Podemos suplica la coalición en cada uno de sus turnos. El presidente en funciones despacha con displicencia los ofrecimientos de su ahora socio y aprovecha algunos de los tropiezos dialécticos de este para afearle su comportamiento y argumentar las razones de su desconfianza. «¿Cómo se puede gobernar con una persona que coloca bajo sospecha a empresarios como Amancio Ortega que crean miles de puestos de trabajo y deciden donar parte de sus beneficios?», le espeta. 

La noche electoral

Cambio de guion. Las rencillas y reproches entre ambos no desaparecen hasta poco antes de las 23.00 horas del domingo 10 de noviembre. A esa hora ya se han confirmado los resultados, casi inamovibles desde el inicio del escrutinio. Sánchez e Iglesias siguen sin hablar, pero el segundo, temeroso de un posible escarceo de los socialistas con el PP -o del enquistamiento de las negociaciones, como después del 28 de abril-, decide romper el hielo. Toma su móvil y teclea un wasap para Sánchez: «Lo que en abril era una oportunidad histórica, ahora es una necesidad histórica». Iglesias guarda un dardo para su primera alocución pública poco después -«lo que nos debería quitar el sueño a todos es el avance de Vox»-, pero ya sabe que el hielo con los socialistas empieza a romperse y se acerca a su deseo de ser vicepresidente. La clave está en la respuesta a su mensaje que le acababa de enviar Sánchez. «Perfecto», contestaba tras unos pocos minutos el presidente en funciones. 

En ese tiempo, Sánchez, junto a Iván Redondo y algunos de sus más estrechos colaboradores, ya ha echado los números. La izquierda se ha dejado 760.000 votos desde abril. Y Unidas Podemos otros 530.000. «No hay otra alternativa que pactar», admite desde el sofá en el que se sienta para seguir el escrutinio.

Sobre el escenario de Ferraz, intenta disimular el malestar por no lograr subir en votos y escaños. Y reclama, incluso de forma exagerada, silencio a los que gritan desde el público «con Iglesias sí» para reivindicar el pacto por la izquierda. «Eran unos infiltrados de Podemos», intentaría minimizar horas después el secretario de Organización del PSOE, José Luis Ábalos.

Pero el soniquete ya no se aparta de la cabeza de Sánchez. El lunes, 11 de noviembre, minutos antes de dirigirse a la reunión de su Ejecutiva para valorar los resultados, manda llamar a Pablo Iglesias, que también tiene cita con su núcleo duro. Se citan para la tarde, pero se exigen discreción absoluta para evitar que las conversaciones se enfanguen. El encuentro lo pactan sus respectivos jefes de gabinete, Iván Redondo y Pablo Gentili, que se encuentra en Brasil por asuntos personales pero mantiene el control de la estrategia de Unidas Podemos.

Sánchez no da muchas explicaciones a los dirigentes socialistas sobre la hoja de ruta al día siguiente. Hay impaciencia y alguna queja en voz baja, pero les pide cautela y silencio, pero no les cuenta la inminente reunión con Iglesias. Ambos líderes delegan en sus respectivos portavoces para dar unas respuestas de trámite a los periodistas que inquieren sobre la alianza de izquierdas.

A primera hora de la tarde, Pablo Iglesias llega en su propio coche a la Moncloa. Entra al despacho de Pedro Sánchez. En la mesa, café y agua. No hay tiempo para demasiados reproches. Como primer pacto, acuerdan superar las diferencias, incluso los insultos, de los últimos meses. En apenas una hora -setenta minutos, según algunas fuentes- deciden tomar como punto de partida el aparcado en la investidura fallida de julio. Sánchez acepta la entrada de Iglesias en el Consejo de Ministros, algo que consideraba inaceptable 108 días antes, y pactan un borrador del decálogo al que acabarán de dar forma sus respectivos equipos antes de hacerlo público al día siguiente.

A media tarde, Iglesias pone rumbo a su chalé de Galapagar. Comparte el preacuerdo con algunos de sus más íntimos. A Irene Montero se le suman Yolanda Díaz, Enrique Santiago y Alberto Garzón, todos de Izquierda Unida. También Jaume Asens, de los Comúns catalanes. Y un confidente sorpresa: el expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero, que también está en el ajo.

El martes por la mañana, la prensa espera ansiosa noticias. «Habrá una propuesta para la gobernabilidad en 48 horas», había proclamado Pedro Sánchez el último día de campaña. Nadie se imaginaba que el pacto para el Gobierno de coalición estaba ya sellado. Las alertan saltan al filo del mediodía. Hay una convocatoria urgente en el comedor real del Congreso para la lectura de un comunicado. Sin más. Las primeras llamadas desvelan el secreto: Hay acuerdo.

Con un ligero retraso y la presencia de las cámaras de televisión -los periodistas no caben y tampoco se van a admitir preguntas-, Sánchez e Iglesias oficializan el decálogo de su compromiso. «Es un acuerdo de legislatura para un Gobierno de coalición», explicita el presidente en funciones. 

Los agradecimientos

«Gracias, Pablo». 108 días después, el abismo que separaba a los dos principales líderes de la izquierda española se sellaba. «Gracias, Pablo por tu compromiso», le dijo Sánchez a Iglesias. «Gracias, Pedro por tu generosidad», responde el de Unidas Podemos. «El proyecto es tan ilusionante que supera cualquier desencuentro», dice Sánchez. «Es tiempo de dejar atrás cualquier reproche. Sánchez sabe que podrá contar con toda nuestra lealtad», comenta Iglesias. 

La frialdad del choque de manos previo a la firma se transforma en emoción y un sentido abrazo que pone fin al acto protocolario de la rúbrica. Sánchez saluda a los testigos de la misma: su portavoz parlamentaria, Adriana Lastra, su estratega, Iván Redondo, y el director general de Presidencia, Félix Bolaños, por parte socialista. Y Alberto Garzón (IU), Juantxo López de Uralde (ecologista), Yolanda Díaz (Galicia en Común) y Jaume Asens (En Comú), junto con Irene Montero, portavoz parlamentaria de Unidas Podemos. Llaman la atención el cariñoso gesto del líder socialista con Montero. Y el entusiasta abrazo de Iván Redondo con Iglesias.

El pacto está sellado. Queda sumar los votos suficientes para lograr la investidura a la primera antes de la Navidad. Pero la primera coalición de la democracia española ya está en pie.