Xabier Arzalluz, el jesuita que se convirtió en el cerebro del nacionalismo vasco

la voz REDACCIÓN

ESPAÑA

LUIS TEJIDO

Nacido en una familia carlista de pocos recursos, acabó siendo el responsable con más poder dentro del PNV

01 mar 2019 . Actualizado a las 09:05 h.

Jesuita, culto, polémico y pragmático a la vez, Xabier Arzalluz, fallecido este jueves en Bilbao a los 86 años de edad, fue la figura clave del nacionalismo vasco durante más de 25 años, en los que pasó de defensor de los pactos con el Gobierno de Madrid a apostar por las posturas independentistas más extremas recogidas dentro del llamado plan Ibarretxe un hombre de partido. Pero, durante todo ese recorrido vital, lo que no dejó de ser en ningún momento fue el hombre que manejaba los hilos del PNV mientras dejaba gobernar a otros.

Arzalluz nació en la Guipúzcoa profunda, en Azcoitia, pueblo vascohablante, religioso, en el seno de una familia carlista. Con esta crianza, sus primeros pasos estaban casi predestinados: a los diez años ya entró en el seminario de Durango y luego en el de los jesuitas.

Su paso por la Compañía de Jesús le concedió una sólida preparación intelectual -se tituló como abogado y amplió estudios, como hacían muchos jesuitas en aquella época, en Alemania, y hablaba cinco idiomas-, la base de sus discursos futuros llenos de citas.

Dejó los jesuitas en 1967, se casó y tuvo tres hijos. En los últimos años del franquismo dio clases en la Universidad de Deusto, mientras ya formaba parte de las ejecutivas clandestinas del PNV.

Fue en la transición cuando su figura emergió a la luz pública, ya que fue el portavoz del PNV en el Congreso en las Cortes Constituyentes. En aquellos años, entre 1977 y 1979, cuajó su relación con los que luego fueron los popes de la política española, desde Suárez a Felipe González, pero también una rivalidad: la de Carlos Garaicoechea, su enemigo íntimo con el que protagonizó una lucha fratricida por el control del partido.

Arzalluz era desde siempre un hombre de aparato, un vocacional de la fontanería política concebida como máquina de control: el único cargo público que tuvo fue el citado de diputado, que dejó en 1980, para ser presidente del PNV

La única dicotomía

De hecho, fue el artífice de la dicotomía que sigue practicando el PNV: los cargos del partido y del Gobierno vasco son incompatibles. Y mandar, manda el partido. El Gobierno gestiona.

Esa fue una de las razones de su enfrentamiento con el entonces lendakari Carlos Garaicoechea, quien estaba en la cima de su popularidad y quería el poder. Acabó como el rosario de la aurora, con Garaicoechea creando la escisión, Eusko Alkartasuna.

Fue entonces cuando Arzalluz aguantó el tirón, sostuvo al PNV y se convirtió en el jefe indiscutible del partido durante quince años. Dejaba gobernar a Ardanza, que «se maneja muy bien entre tanto papel», decía Arzalluz.

Sus adversarios le temían por sus conocimientos, e incluso le tachaban de soberbio, pero sus compañeros de partido le adoraban por lo mismo, y porque en los mítines se remangaba la camisa hasta el codo, como si estuviera todavía en la plaza de Azcoitia, alzaba las manos y enardecía a las masas con su verbo afilado.

Un espectáculo en los mítines, un pragmático en los despachos: pasó de negociar con Felipe González a lograr un pacto con José María Aznar cuando este llegó al poder, entre elogios mutuos que hoy suenan tan lejanos.

Y es que, durante los años 80 y casi todos los 90, Arzalluz fue un moderado: defendió el espíritu del Arriaga, en el que reconocía el pluralismo de la sociedad, y el PNV gobernó en el País Vasco largos años con el PSE.

No faltaron algunas frases polémicas, como aquella de «unos sacuden el árbol, otros recogemos las nueces», en referencia al terrorismo y al papel de ETA y su relación con el PNV. Aquellas palabras generaron controversia fuera del País Vasco, pero era un figura muy respetada ya entre los suyos.

Fue a finales de los años 90 cuando Arzalluz, que había apadrinado la subida de Ibarretxe a la presidencia vasca, asumió las tesis de este y apostó por la autodeterminación. Entonces dejó otra frase: tildó de «michelines» del partido a los que se oponían al soberanismo.

Fueron años muy complicados, y Arzalluz dejó la política en el 2004. Él, que lo había sido todo, fue aparcado por una generación joven. Una escena en un Alderdi Eguna resumió el relevo: Ibarretxe le dio una abrazo y le dijo «Xabier, te queremos». Arzalluz le miró atónito, incrédulo ante lo que sonó a un relevo en público.

Así fue: en el 2004 dejó la presidencia del partido. Se retiró un poco desencantado. No ejerció ninguna tutela y sus apariciones públicas y sus entrevistas fueron contadas. Se fue de verdad.