Entre el deseo de provocación de los «enfants terribles» y el falso escándalo de los más veteranos

G. B. / Colpisa MADRID

ESPAÑA

benito ordoñez

Más que un acto político o institucional, el estreno del Congreso se convirtió en un happening en el que cada cual decidió interpretar su propio papel

14 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Más que un acto político o institucional, el estreno del Congreso se convirtió en un happening en el que cada cual decidió interpretar su propio papel. Desde los jóvenes debutantes que optaron por el rol del enfant terrible, tratando de epatar a los más veteranos con su descaro y su falta de respeto a las normas establecidas, pero no escritas, a quienes, por el contrario, asumieron desde su condición de experimentados próceres la pose de circunspectos señores formales que, más que escandalizarse, se divertían con las travesuras de los novatos en unos salones en los que ellos siempre se han movido como lores en un club británico. Rajoy, sin ir más lejos, miraba por encima de las gafas las frondosas rastas del diputado canario de Podemos Alberto Rodríguez. Feliz también, el nuevo presidente, Patxi López, dejó claras muestras de que, frente a la seca socarronería de su predecesor, Jesús Posada, lo suyo se mueve más en esa delgada línea entre la grandilocuencia y la cursilería. Y, ajeno al jolgorio general, el diputado popular Pedro Gómez de la Serna, investigado por el cobro de comisiones y expulsado del PP, trataba de esconderse, sin éxito, detrás de una columna en la última fila.

Eran tantas las caras nuevas, y la escasez de corbatas y hasta de chaquetas, que costaba mucho diferenciar a los diputados de los plumillas en los pasillos del Congreso. Aquello era una fiesta, pero había también algo extraño en el ambiente, porque al aire de estreno histórico, al que contribuía la indisimulada emoción de quienes pisaban por primera vez el Parlamento y le daban a todo categoría de inauguración, como hizo Pablo Iglesias al usar por primera vez el váter del Congreso, se unía una sensación generalizada de que la cosa puede durar poco y quedarse en una legislatura interrupta que solo sirva para dar paso a unas nuevas elecciones en mayo. Algo que convertiría a muchos de los que el miércoles mostraban los nervios propios de un escolar en el inicio de curso en cenicientas obligadas a abandonar el palacio cuando suenen las doce campanadas. Sería una pena.