El período más largo de prosperidad y libertad en un reinado con más luces que sombras

Enrique Clemente Navarro
Enrique Clemente MADRID / LA VOZ

ESPAÑA

19 jun 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

La última firma. La firma del adiós. Juan Carlos I la estampó ayer en la ley que certifica su voluntad de abdicar y pone punto final a su reinado para dar paso a su hijo Felipe VI. En estos 38 años, seis meses y 27 días que ha durado, el país ha vivido el período más largo de libertad, democracia, prosperidad y estabilidad de su historia y ha experimentado una espectacular transformación política, económica, social y cultural. Lo ha hecho bajo una monarquía parlamentaria, establecida en la Constitución de 1978, la primera que no hicieron unos españoles contra otros, sino que se fraguó mediante un amplio consenso. Pero después de todo este tiempo, el modelo muestra abundantes grietas. Por eso la sucesión supone no solo el fin de un reinado y el inicio de otro, sino la esperanza de abrir un período de reformas más que necesarias imprescindibles para adaptarse a los nuevos tiempos. Parafraseando lo que el propio monarca dijo en su discurso cuando fue proclamado el 22 de noviembre de 1975, «hoy comienza una nueva etapa de la historia de España».

Impulso democratizador

La legitimación. Don Juan Carlos ascendió al trono con el estigma de haber sido nombrado por Franco. Heredó todos sus poderes, los propios de un dictador. Pero desde el principio tuvo claro que no iba a ser un monarca absoluto, sino constitucional, y que estaba dispuesto a devolver a los españoles la soberanía perdida. Fue, con la colaboración decisiva de Adolfo Suárez, el piloto de la transición a la democracia, que deseaba la gran mayoría de la población. De esta forma comenzó a legitimarse. Su papel como rey constitucional quedó avalado por la Carta Magna.

El golpe del 23-F

Apogeo del juancarlismo. Pero si hubo un día decisivo en su reinado fue el 23 de febrero de 1981, el del golpe de Estado que estuvo a punto de dar al traste con la aún incipiente y débil democracia. Tiró de galones y de su papel como jefe supremo de la Fuerzas Armadas para detener la maquinaria liberticida que se había puesto en marcha. Tras aquella terrible jornada, muchos españoles, incluidos republicanos, se hicieron juancarlistas. Como dijo Leopoldo Calvo-Sotelo, cuya sesión de investidura interrumpieron Tejero y los suyos, «el rey se ganó el trono esa noche».

Normalidad constitucional

En segundo plano y protegido. Pasados esos tiempos turbulentos de la transición, el país se adentró en una senda de normalidad constitucional, que se consolidó con la llegada al poder del PSOE en 1982. El rey pasó a un segundo plano, acorde con las monarquías parlamentarias europeas, y desarrolló las funciones de moderación y arbitraje que le atribuye la Constitución. Desempeñó también con gran eficacia el papel de embajador político y económico de España en el exterior, donde se ganó un gran prestigio. A nivel interno, se vio protegido por un pacto de silencio sobre su vida y sus actividades privadas, para preservar su imagen, que se ha mantenido hasta estos últimos últimos años.

Los «annus horribilis»

Caída en picado. Durante los tres últimos años, la imagen de don Juan Carlos cayó en picado. En octubre del 2011, los españoles suspendían por primera vez a la monarquía con un 4,89 en el barómetro del CIS, cuando en los años 90 había superado el notable. La nota cayó al 3,68, la más baja de su reinado, en abril del 2013 para remontar apenas cuatro centésimas este año. El caso Urdangarin, en que finalmente fue imputada la infanta Cristina; el asunto de Botsuana, saldado por el monarca con una histórica petición de perdón; la ruptura del pacto de silencio, que hizo aflorar aspectos desconocidos de su vida privada; la falta de transparencia, su progresiva decadencia física, la crisis económica y el descrédito general de las instituciones se unieron en una especie de tormenta perfecta que sopló con una fuerza desconocida contra el rey. Fueron annus horribilis que le dejaron seriamente tocado.

Radiografía de un país

El gran salto adelante. España ha cambiado de forma espectacular, pero también los españoles. Hasta el punto de que más de 18 millones (el 43 %) no habían nacido cuando Juan Carlos I fue proclamado rey. De aquella España de mediados de los 70 en la que estaban prohibidos los partidos políticos, la censura aún seguía muy activa, los homosexuales eran perseguidos por ley y las mujeres necesitaban el permiso de sus maridos para abrir una cuenta bancaria no queda nada. Hoy es una democracia plena, donde están vigentes todas las libertades, y que, por ejemplo, fue pionera en el mundo en la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. El PIB por habitante, que era de 808.920 pesetas en 1975 (4.873 euros) se ha disparado hasta superar los 22.000. Pero el paro se ha situado en una alarmante tasa del 26 %.

Una nueva etapa

Un rey para las reformas. La abdicación del rey se produce en un contexto de grave crisis política, económica e institucional. La crisis económica lleva golpeando muy duramente desde hace seis años y solo apuntan algunos leves signos de recuperación en las cifras macroeconómicas que aún no llegan a los ciudadanos. En el terreno político, el bipartidismo, que ha sido garante del sistema durante casi 40 años, se agrieta, si se tienen en cuenta los resultados de las elecciones europeas, en las que no logró ni siquiera la mitad de los votos. El descrédito de la política y los políticos ha adquirido niveles tan alarmantes que estos últimos son vistos más como un problema que como una solución. Además, todas las instituciones, en mayor o menor medida, están muy erosionadas. Y, además, la apuesta decidida por el independentismo de Artur Mas, respaldada por buena parte de la sociedad catalana, supone el mayor desafío de las últimas décadas a la Constitución.

El rey ha dado un paso atrás definitivo abogando por el relevo generacional en la Corona. Con más luces que sombras, su reinado arroja un balance positivo. Pero el país necesita un nuevo impulso para acometer las reformas que demandan los ciudadanos. Felipe VI, en su papel de mediador y árbitro, puede contribuir a que se plasmen. Esa podría ser su legitimación.