-La respuesta judicial al narcotráfico, una de las principales manifestaciones de la delincuencia organizada, al menos en Galicia, ya no es la que era. Cada vez proliferan más las conformidades para evitar o abreviar los juicios.
-Yo no tengo esa percepción, quizás porque estoy en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que es la gran cloaca máxima. Allí desemboca lo peor y lo más grave que pasa por los tribunales del país. El tema de la conformidad es una institución muy del gusto anglosajón. Puede haber algún abuso, pero tengo que reconocer que carezco de datos al respecto.
-¿No resulta sorprendente que un país tan presto a legislar todo lo legislable, un país que está reformando el Código Penal a cada paso, casi a la carta, no recoja el delito específico de la corrupción?
-Quizás el problema esté en definirlo. Tampoco hay una definición de terrorismo en la comunidad internacional. A veces, los dogmas del sistema penal hay que adaptarlos a una realidad que era absolutamente desconocida, a esos bienes difusos como el medio ambiente, la ordenación del territorio, Hacienda... El Código Penal es, o debe ser, la retaguardia. Para cualquier político es la primera medida porque mediáticamente da mucho juego. Con eso se hace mucha demagogia barata. Hay que tener más respeto al Código Penal, la ley más importante después de la Constitución. Los partidos políticos se preocupan más de utilizar el sistema judicial que de potenciarlo.
-¿Qué le parecen los derroteros que está tomando la reforma del proceso penal?
-No he leído con detenimiento el proyecto, pero me parece que el gran cambio es el paso de la instrucción al fiscal. Antes conviene poner las cosas en su sitio. La realidad es que en España no instruye el juez, instruye la policía, que después pone los resultados encima de la mesa del juez. Por tanto, este es un debate un poco chusco. Lo que sí es cierto es que la instrucción, poniéndose el fiscal al frente de las policías perfectamente descoordinadas hasta ahora, es un desafío contra un muro que se llama rutina y comodidad. El cargo del fiscal ha sido hasta ahora muy cómodo. Salir a la calle, coordinar la investigación, será un auténtico desafío. Yo soy partidario de ese cambio, con una salvedad importantísima: hay que separar más al fiscal del Gobierno. Hasta la última reforma, la del 2007, el de fiscal general era un cargo de viernes a viernes, que es el día del Consejo de Ministros. Este cambio supondrá un giro copernicano en España. Aquí se han estado creando juzgados sin definir antes qué tipo de proceso queremos. Si la instrucción va a ser del fiscal, a lo mejor no hacen falta tantos juzgados.
-¿Es viable acotar los plazos de instrucción de un sumario?
-Eso puede ser un premio para la gran delincuencia. El avance de un proceso es inversamente proporcional a su volumen. Para que no avance lo que se hace es engordarlo. Una justicia tardía, solo por eso, puede dejar de ser justicia. Habría que recuperar lo que dijo Alonso Martínez: el juicio empieza con plenario, todo lo demás es la preparación. Paradójicamente, aquí la instrucción puede durar cuatro, cinco o más años, y el juicio en cambio se despacha en un par de días. Por eso, mucho ojo con poner un plazo, porque como se ponga será un premio a determinada delincuencia.
-Se pretende acabar o reducir a límites tolerables los juicios mediáticos, la pena de telediario, los culebrones judiciales, a base de prohibir o instar a los medios a que no difundan determinados datos de un proceso. ¿No será un arma de doble filo peligrosa?
-En la información de los procesos hay que distinguir dos cuestiones. Una cosa es que el periódico tenga acceso a documentos judiciales y la noticia venga del proceso, eso es algo intolerable, y otra cosa muy diferente, son las investigaciones periodísticas dignas de tal nombre, donde aparecen hechos supuestamente delictivos y eso supone el inicio de una investigación. Creo que la persona debe estar legitimada para dar información de un proceso, con los límites que proceda, es el fiscal.
-La regulación que se pretende no parece que vaya a ir por ahí
-Yo eso lo veo de muy difícil realización. Y todo lo que pueda suponer una especie de censura, en un sistema democrático, no tiene mucha cabida. A mí la única forma de evitar los juicios mediáticos que se me ocurre es la del autocontrol.
-¿Hasta qué punto la crisis económica está lastrando y marcando la modernización de la Administración de Justicia?
-Nunca ha sido la hora de la Administración de Justicia. Es evidente que en estos años en este país todo ha sido casi siempre para mejor, hasta las estaciones de servicio. Pero la ratio de jueces por cada 100.000 habitantes sigue siendo la más baja de la Unión Europea. Y un juez no se improvisa.
-Usted ha dicho en alguna ocasión que el Derecho Penal no puede ser un factor de multiplicación de la desigualdad social. ¿Caminamos inevitablemente hacia una justicia para ricos y otra para pobres?
-El desafío es que no sea así. Yo me resisto a que ese sea el fin necesario. Los jueces no tenemos que jugar con las coartadas. Reconociendo las carencias, que el poder político tolera, los jueces tenemos que rebelarnos, no podemos resignarnos. Estamos regidos no por artículos, sino por principios y por valores. El juez no es creador de la ley pero sí tiene que crear justicia con los medios que haya, sin esperar a que nos den la ley perfecta, sin escapismos. El juez tiene que comprometerse y salir de su torre de marfil, si es que está en ella.
-También dijo que «el sistema judicial es la última ciudadela del Estado democrático, el último reducto de confianza». ¿Lo seguirá siendo por mucho tiempo?
-Vamos de desafío en desafío. Ese es el desafío que tenemos. Tenemos que serlo porque el sistema judicial es el garante de que la Administración pública, el Estado, los otros poderes, están sometidos a la ley. A su vez, el propio sistema judicial también se autosomete a la ley, y esto da una legitimidad al sistema. No es una legitimidad de origen, sino de ejercicio, día a día.
-La sustanciación judicial de algunos de los proceso más mediáticos en marcha (Gürtel, Urdangarin, etcétera), ¿será la prueba del algodón para el actual sistema judicial?
-Puede serlo. El principio de que la justicia es igual para todos encuentra blanco sobre negro en estos asuntos. Evidentemente, las defensas van a intentar por todos los medios la absolución, como en cualquier otro asunto penal. Tampoco podemos olvidar que el sistema judicial cumple su función tanto si condena como si absuelve. Las sentencias no tienen que ser ejemplares, tienen que ser justas.
-¿Habrá que hablar de un antes y un después de la profesión de juez si prospera el actual proyecto de reforma de la ley del Poder Judicial?
-El Consejo General del Poder Judicial es una institución constitucional necesaria. Es un órgano no jurisdiccional, un órgano político, que no tiene capacidad de dictar sentencias, pero lo que no puede es convertirse en un apéndice del Ministerio de Justicia. El que estén liberados o no los veinte vocales, para mí, sinceramente, es un tema menor. Los miembros del Consejo de la magistratura francesa, por ejemplo, siguen ejerciendo su función jurisdiccional. Ello tiene la ventaja de evitar el divorcio que existe aquí entre el Consejo y el resto de la carrera. Lo de pasar los temas disciplinarios al ministerio sería un disparate. Dicho esto creo que el Consejo tiene que tener un discurso propio y la práctica de todos los sucesivos consejos lleva a la conclusión de que no siempre es así. Soy partidario de la elección parlamentaria, que creo que no se ha estrenado; lo que sí se ha ensayado es un intercambio de cromos en los pasillos. Todos los candidatos deberían comparecer ante una comisión parlamentaria para ser examinados, y el que no quiera que no se presente. Lo que no sea esto es un cambio de cromos, y entonces es cuando surge el programa de los padrinos y los apadrinados. El primer acto del Consejo actual (la elección del presidente) fue un pecado original de los que están reservados para la Santa Sede. Pero soy muy optimista con la reforma.