La misiva del rey ensombrece un vínculo que había mejorado durante la transición

Cristian Reino / Colpisa

ESPAÑA

El rey visitará el martes Barcelona para presidir la entrega del Premio Conde de Barcelona

23 sep 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

En pleno auge del sentimiento independentista catalán, reflejado en la manifestación de la Diada, el rey visitará el martes que viene la Ciudad Condal. Lo hará para presidir la entrega del Premio Conde de Barcelona, fundación de la que es presidente de honor. Un acto que sería uno más de los muchos a los que el jefe del Estado asiste con asiduidad en Cataluña si no fuera porque se produce una semana después de su toque de atención. El rey presidirá el evento en el Monasterio de Pedralbes junto al presidente de la Generalitat, Artur Mas, uno de los aludidos, sin citarlo, de la ya famosa misiva real.

El rey ha perdido «amigos» en Cataluña por su misiva, expresó Duran i Lleida. Para los sectores más radicalizados, no ha hecho más que alimentar el mito de que Cataluña no casa con los Borbones, una historia que viene de la Guerra de la Sucesión española (1714), cuando los catalanes tomaron partido por la dinastía de los Austrias y no por Felipe V. Solo una declaración como la que el rey hizo en Barcelona en 1976, en su primer viaje oficial como jefe del Estado, sería capaz de reconducir los ánimos. «Yo os aseguro que ninguna aspiración ni proyecto legítimo quedará sin atender, sea del individuo, del grupo social, de la ciudad, de la provincia o de la región», afirmó.

Desde entonces, los lazos entre la Corona y Cataluña han vivido momentos buenos y también malos. Con quien mejor se ha entendido siempre el monarca es con Jordi Pujol. «Nuestras relaciones son mutuamente leales», declaró en su día el que fue presidente de la Generalitat durante 23 años. Aquellos lazos se forjaron en plena transición, primero por el presidente Tarradellas y después por el propio Pujol, por su papel de apoyo al rey en la larga noche del 23-F. A partir de ese momento, trabaron una gran complicidad. Incluso los más nacionalistas hablaban siempre de una Cataluña independiente con el monarca como jefe del Estado.

El período álgido en las relaciones entre la Corona y Cataluña se vivió en 1992. El príncipe Felipe desfiló como abanderado del equipo olímpico español y por primera vez se utilizó la fórmula de un evento organizado por Barcelona, Cataluña y España, sin que ninguna de estas tres se sintiera menospreciada.

Además, y de alguna manera, el rey tiene una hija catalana (según el concepto pujoliano de que todo el que vive y trabaja en Cataluña es catalán). La infanta Cristina se casó en la Catedral de Barcelona con un deportista del Barça que era muy respetado y admirado (antes del caso Nóos), sus hijos nacieron en Barcelona, trabaja en La Caixa, institución catalana por antonomasia, y pasa sus vacaciones en Baqueira.

Pero pasada la euforia del espíritu olímpico y del hechizo de una boda real, hoy, décadas después, las cosas son distintas, aunque el príncipe se esfuerce en estrechar lazos a través de la fundación que lleva su nombre y a pesar de gestos como el hecho de que el rey se operara del tumor en el pulmón en un hospital público catalán. La afición del Barça recibe al rey con sonoras pitadas, se suceden las mociones municipales para declarar persona non grata al monarca o se queman retratos reales en las manifestaciones. No puede decirse que no haya monárquicos en Cataluña, si bien ya nada será igual tras la carta.