Un año de la moción de censura: Sánchez, el «okupa» legitimado

Paula de las Heras COLPISA

ELECCIONES 2020

El líder del PSOE ha pasado en un año de ser el tercero en las encuestas a ganar cuatro elecciones en un mes

02 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Pedro Sánchez no es ni mucho menos el presidente más votado de la democracia. El pasado 28 de abril, su partido logró solo 123 escaños, una cifra que está muy por encima de la que alcanzó en las tres últimas elecciones generales, pero que resulta idéntica a la que consiguió el PP de Mariano Rajoy en el 2015, cuando hubo que repetir elecciones ante la falta de apoyos para la investidura. Nadie prevé que le sea sencillo amarrar un acuerdo de Gobierno ni que le espere una legislatura plácida. Y, sin embargo, a su alrededor se ha generado un claro aura de victoria. No hay alternativa a su presidencia, su inmediato rival está a 57 escaños de distancia y las urnas legitimaron sus diez meses al frente del Ejecutivo tras la primera moción de censura exitosa de la democracia. Sus rivales no podrán acusarle ya de ser el «presidente 'okupa'», un reproche, en cualquier caso, poco acorde con un sistema de democracia indirecta como el español en el que al presidente del Gobierno le eligen los diputados y no los ciudadanos con sus votos.

Este domingo se cumple un año desde que el secretario general del PSOE prometió ante el Rey el cargo de jefe del Ejecutivo tras haber desalojado a los populares del Gobierno en una operación audaz, que ha acabado reportándole más réditos de los que probablemente tanto él como su asesor de cabecera, el consultor político Iván Redondo, llegaron a calcular. Cuando Sánchez planteó la moción de censura, el PP acababa de aprobar con el apoyo de Ciudadanos y el PNV los Presupuestos y ya se daba por supuesto que, gracias a ello, podría agotar la legislatura (hasta el 2020). Al empezar mayo del 2018, el sondeo del CIS situaba a Sánchez como el líder de la tercera fuerza política en intención de voto y Ciudadanos aparecía como alternativa más factible a los populares. Pero la sentencia del caso Gürtel, el día 24, cambió todo.

La Audiencia Nacional no solo dio por probada la existencia de una caja B en el PP e impuso penas elevadas a sus responsables, sino que cuestionó la «credibilidad» del testimonio ofrecido por Rajoy. Al día siguiente, sin consultar con ninguna otra fuerza política, el líder del PSOE se lanzó a una moción de censura que su propia ejecutiva veía como una obligación ética con escasas posibilidades de éxito. Redondo, hoy director de gabinete del presidente en funciones, lo calificaría de un «win-win»: Si no salía Sánchez arrebataría la iniciativa política a Albert Rivera y marcaría distancias claras con la corrupción del partido que, junto al suyo, representaba a la «vieja política», pero si salía tendría a su disposición una plataforma formidable para afrontar los siguientes comicios. Una semana después, ya dormía en el Palacio de la Moncloa. En los nueve meses que transcurrieron hasta que convocó elecciones -bastantes más de los que él mismo había dado a entender en su discurso ante el Congreso con aquel «moción de censura, estabilidad y elecciones»- Sánchez fue construyendo con claros y oscuros una imagen presidencial alejada de la del líder que con propuestas osadas había prometido resituar al PSOE a la izquierda durante las primarias del 2017 contra Susana Díaz, pero, en cierto modo, continuista de la que ya había ensayado en la oposición con decisiones como la de apoyar la intervención de la autonomía en Cataluña, el 155 de la Constitución.

Abrazo del oso a Iglesias

Una vez en el Gobierno, no derogó la reforma laboral como había prometido (aunque tampoco tenía apoyos suficientes para ello); renunció a publicar la lista de los beneficiados por la amnistía fiscal; anunció que no convertiría el Valle de los Caídos en un Museo de la Memoria, como había planteado, aunque sí inició el proceso de exhumación de los restos de Franco; tras el primer golpe de efecto de acoger a los inmigrantes del Aquarius endureció su política migratoria; y también olvidó su promesa de reconocer la «plurinacionalidad» del Estado. Y, sin embargo, tras sellar con Podemos un acuerdo que, entre otras cosas, incluyó la mayor subida del Salario Mínimo Interprofesional de la historia, pudo vender sus esfuerzos por implementar una agenda social (y de paso propinó a Pablo Iglesias el abrazo del oso). El líder del PSOE, hoy primera fuerza del grupo de los socialdemócratas europeos, se ha preocupado también de su imagen internacional. Ningún presidente del Gobierno ha viajado tanto al exterior en tan poco tiempo. Empezó por la UE, pero también ha puesto especial interés en los países de América Latina, en septiembre visitó Canadá y Estados Unidos y este mes asistirá al G-20 en Japón.

En la política interna, la relación con el independentismo, sin el que no habría podido llegar a la Moncloa, fue desde el primer día un condicionante difícil de gestionar. En un intento de lograr su apoyo para los Presupuestos, Sánchez estuvo a punto de hacer saltar por los aires el discurso moderado que había tratado de articular (fueron los días del relator), pero echó el freno a tiempo. El no de ERC y el PDeCAT a las cuentas volvieron a colocarle en una posición central y desactivaron a quienes aseguraban (PP, Cs y Vox) que estaba dispuesto a vender España.

En un año, en fin, Sánchez ha salido reforzado. En parte, por cómo ha jugado sus cartas. En parte, reconocen los socialistas, por cómo lo han hecho sus adversarios en una competencia descarnada por la hegemonía de la derecha. «Nos han dejado -dicen- todo el centro».