Veinte años del milagro del euro

Zigor Aldama MADRID / COLPISA

ECONOMÍA

María Pedreda

La moneda única ha sido una salvación para España, pero se enfrenta a muchos retos

31 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«El euro ha sido un éxito». Valentín Pich, presidente del Consejo General de Economistas de España, no tiene dudas al respecto. «Podemos debatir sobre si se planteó en los términos más adecuados, pero es innegable que ha funcionado. Es verdad que no ha hecho sombra al dólar, pero también que no ha caído como vaticinaban muchos hace veinte años», añade. Y tiene razón. La moneda común europea, que utilizan actualmente 341 millones de personas en 19 países, ha sobrevivido a varias crisis en las dos décadas que lleva en circulación, desde la financiera del 2008 hasta la provocada por la pandemia, y ha cumplido sus promesas: ha proporcionado estabilidad, una inflación contenida, facilidad en el acceso al crédito y libertad de movimiento de capitales.

«Para España, el euro ha supuesto jugar en primera división. Ha marcado la diferencia entre ser un país en vías de desarrollo o uno desarrollado», señala Pich, que apunta a Turquía como ejemplo de lo que podría haber sucedido en caso de que nos hubiésemos aferrado a la peseta. Eso sí, el euro también ha obligado a un cambio económico relevante, sobre todo porque los países cedieron una de las principales herramientas para impulsar su competitividad. «Antes, cada poco tiempo devaluábamos la peseta para ganar competitividad y exportar más a costa de perder poder adquisitivo. Ahora, la tenemos que lograr de otras formas», señala Pich, que considera el euro «un experimento sin precedentes por su dimensión».

No fue fácil ponerlo en marcha. La Unión Económica y Monetaria del Viejo Continente se lo comenzó a plantear en la década de 1960, pero la propia Unión Europea destaca en su recapitulación histórica que «un compromiso político a veces débil, divergencias en las prioridades económicas y turbulencias en los mercados internacionales» fueron barreras que frenaron el proyecto hasta que el denominado Informe Delors propuso una hoja de ruta concreta que arrancó en Maastricht con el nuevo Tratado de la Unión Europea, en diciembre de 1991. La aprobación definitiva llegó cuatro años después, en la Conferencia de Madrid del 15 de diciembre de 1995, y el euro se materializó, aunque de una forma virtual, el 1 de enero de 1999. Su valor: 166,386 pesetas, o 1,18 dólares.

Los billetes y las monedas se hicieron tangibles tres años después en una docena de países. La mayoría en España recuerda cómo el precio del café pasó de golpe de cien pesetas a un euro, en un polémico redondeo al alza que se reflejó en una inflación del 4,04 %, 1,33 puntos más que el año anterior y 1,43 puntos por encima del siguiente. Tras un período de convivencia con las monedas nacionales, el 28 de febrero de 2002 la letra griega épsilon -con las dos líneas paralelas que representan la estabilidad que buscaba- sustituyó a todos los otros símbolos monetarios. «El euro nos impone unas reglas de juego en las que, si nos despistamos, nos meten en vereda», comenta Pich, que considera la estabilidad de la divisa -ha oscilado entre los 0,82 y los 1,45 dólares- como una de sus principales fortalezas. «Si te pasas de emitir moneda, nadie la querrá. Hay que hacerlo en función del crecimiento, porque, de lo contrario, deja de ser una reserva de valor. Además, cualquier amenaza de devaluación es amoral porque va en contra del ahorro», analiza.

José Carlos Díez, profesor de Economía de la Universidad de Alcalá, está de acuerdo. Pero recuerda que el euro no siempre ha sido positivo. «El BCE gestionó fatal la crisis del 2008, subiendo los tipos de interés y tardando en gestionar la deuda. El rescate del 2012 se podría haber evitado», comenta. Al fin y al cabo, sin el control de la política monetaria, el país tiene un menor margen de reacción. «Cuando sufres una crisis que es particular y no compartida por el resto de estados, el BCE no adapta la política monetaria a tus necesidades», añade Díez.

No obstante, el docente subraya que el euro ha tenido un impacto muy positivo para afrontar la crisis de la pandemia, y alaba la compra de deuda del BCE. «Ha sido clave para mitigar los efectos negativos y poner en marcha los ERTE. El año pasado caímos el 10%, pero sin el euro el batacazo podría haber sido el doble». Díez también destaca el impacto positivo de la moneda común en la financiación española. «Antes no teníamos ninguna credibilidad internacional y sufríamos una inflación muy elevada. Nunca nos habríamos podido financiar al 1% como hacemos ahora», explica.

El reto de la pandemia «La prima de riesgo cayó de forma instantánea y facilitó la entrada de capital del centro de Europa», concuerda el economista Santiago Niño Becerra. «De cada 100 euros que la banca daba al sector inmobiliario, 55 procedían de fuera», destaca, subrayando que el euro ha supuesto «un escudo frente a los ataques especulativos que podrían haberse lanzado contra la peseta en crisis como la de 2008». Pero, ahora, Niño Becerra considera que la compra de deuda pública y privada por parte del BCE no se puede mantener durante mucho tiempo. «Hemos decidido tomar anfetaminas para mantener la economía de forma artificial. Estamos en una situación ficticia, haciéndonos trampas al solitario y utilizando dinero del Monopoly», señala. Pich está de acuerdo, pero solo en parte. «Hemos triplicado la deuda del 2007, pero eso está bien porque estamos en un momento extraordinario. La austeridad no funcionaría. Lo que no podemos hacer es mantener esta situación mucho tiempo. Y hemos bajado la productividad, porque creamos empleo pero el PIB aún no se ha recuperado», advierte. En un tono más rotundo, Niño Becerra afirma que la crisis actual es sistémica, «como fue la de 1929»; y que por tanto requiere de «cambios radicales» para atajarla.

El principal problema para Díez es que España no ha invertido bien esos recursos que le facilitó el euro. «En la década de 1980 tuvimos mucho éxito con los fondos Feder, porque logramos atraer inversión extranjera para la deslocalización. Pero ahora no estamos haciendo lo mismo en la transición tecnológica digital. En vez de invertir en innovación, montamos una burbuja inmobiliaria. No se toman decisiones políticas correctas, la calidad empresarial es baja y hemos dejado de converger en renta per cápita con el resto. Algunos países del Este ya nos han superado, porque han entendido que la clave de la riqueza está en el componente tecnológico del PIB», sentencia, esperanzado en que los fondos Next Generation sirvan para solucionar esta carencia.

En esta coyuntura, Niño Becerra ve lógico que haya tensiones en el seno de los países que adoptan el euro. «Hay tres Europas con economías muy distintas que no siempre encajan», analiza. No obstante, está convencido de que la moneda europea no se tambaleará. «Habrá países a los que no les guste mucho, pero ya me gustaría saber cuántos holandeses volverían al florín», comenta. Lo que sí hará el euro es evolucionar hacia una divisa digital, como la que ha acuñado ya China. «La banca va a perder mucho poder con esa transición. Veremos un proceso de consolidación en el sector y tanto el BCE como las fintech ganarán protagonismo», vaticina Niño Becerra. Pero, antes de que llegue ese momento, daremos un paso intermedio: el de usar exclusivamente dinero en forma electrónica. «Todo esto será clave para combatir el fraude fiscal, y creo que incluso propiciará que algunas actividades, como el cultivo de marihuana, sean legalizadas», apostilla. Hace 20 años comenzamos a tocar el euro en papel y metal, pero ¿cuándo dejaremos de hacerlo? ¿Cuándo dirá adiós el dinero en efectivo? Niño Becerra le da «unos tres años» de vida.

Un primer paso hacia la unión fiscal y de gasto

Los economistas coinciden: para que el euro se mantenga fuerte y goce de buena salud en el futuro, Europa debe avanzar en la unión fiscal y presupuestaria. «Se ha unificado la política monetaria y se ha avanzado mucho en la del sistema bancario. Pero una segunda etapa para la moneda común pasa por sentar una política fiscal y de gasto común, acercándonos así al modelo de Estados Unidos», apunta el presidente del Colegio General de Economistas, Valentín Pich, para quien los fondos europeos Next Generation son un primer paso en esa dirección. «Suponen el inicio del endeudamiento común y del gasto mancomunado», analiza.

José Carlos Díez coincide, y asegura que, «como ha sucedido a lo largo de la historia» esa unión fiscal es clave para la supervivencia de la moneda común. «Habrá que ver si el ejemplo de los fondos es transitorio o si realmente marca un punto de inflexión en el avance hacia ella», puntualiza. Y añade que el camino estará lleno de baches: «Los gobiernos son reticentes a ceder el poder en materia fiscal. Además, hay dos Europas: la que tiene un 60% del PIB de deuda y los que superamos el 120%». En cualquier caso, Díez sostiene que todo avance unido es bienvenido. «Sería positivo dar pasos también en la armonización de políticas sociales y energéticas», apostilla.

Santiago Niño Becerra da por hecho que la unión fiscal llegará. «Pero tendrá dos caras. Aprobar impuestos comunes no debería ser un gran problema. Se podría empezar por algunos como el de Sociedades o el que grava el alcohol. Pero el tema de los presupuestos es más complicado, porque es el último recurso de la soberanía nacional», explica. En su opinión, el gasto podría determinarlo una comisión de expertos, pero ahí se diluiría el peso político de cada país.

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Aquella Nochevieja en la que estrenamos divisa

Carlos Benito, Colpisa

El 2002 debería haber sido el año nacional de las matemáticas, porque la habilidad aritmética se convirtió de pronto en una aptitud muy admirada y envidiada. El 1 de enero de aquel año, la sociedad quedó dividida en dos grupos claramente diferenciados: unos, auténticos portentos adaptativos, eran capaces de traducir pesetas a euros y euros a pesetas como si llevasen haciéndolo toda la vida, con una rapidez y una exactitud más propias de una computadora; otros, en cambio, nos quedábamos atascados, con la mirada vacía, mientras en la cabeza nos bailaban el seis (seis euros, mil pesetas) y el ciento sesenta y seis (o, peor aún, 166,386, que era el valor exacto del euro en pesetas) y nos sentíamos penosamente torpes y desubicados, como si la historia acabase de pasar nuestra página con una mueca de desprecio. Aquel día, del que se cumplen ahora veinte años, entró en vigor la moneda única europea, aunque durante dos meses aún mantendría una peliaguda convivencia con su predecesora y víctima: la peseta. De repente, pagar y cobrar suponía todo un reto.

Era el momento de la verdad para el que nos habían estado preparando las campañas divulgativas, los euromonederos (aquellos muestrarios que se empezaron a vender a mediados de diciembre, para que nos fuésemos familiarizando con las piezas nuevas), las eurocalculadoras que regalaban algunas entidades bancarias en lugar del clásico boli, los eslóganes machacones (Euro, cada día más familiar, Euro, empieza a contar con él) y las aventuras televisivas de la familia García, los muñequitos de plastilina que insistían desde sus anuncios en que «el euro es fenomenal».

«Delgadines»

Y cuánta nostalgia da, por cierto, ver en aquellos anuncios al hostelero que escribía "Café: 130 pesetas / 0,72 euros". El 31 de diciembre del 2001, a medianoche, algunos hicieron como que no pasaba nada y siguieron a lo suyo, porque la Nochevieja tampoco es el mejor momento para complicarse la vida, pero otros se apresuraron a dar algún uso provechoso al «pequeño trozo de Europa en nuestras manos», como lo había definido el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi.

«Cuanto antes nos acostumbremos, mejor. La pela ha muerto para mí», anunciaba Laura González, una de las primeras personas que sacó dinero de un cajero automático. Estaba igual de entusiasta que si se hubiese criado con la familia García. Se puso muy contenta con sus primeros cien euros, aunque de entrada le parecieron demasiado «delgadines» y con cierta pinta de ser falsos. Y Jesús Galeón protestaba, ya de madrugada: «Llevo toda la noche intentando gastar euros y no me dejan. Ni las expendedoras de tabaco, ni las cabinas telefónicas, ni los bares...». En pleno lío de Nochevieja, pretender pagar la ronda con euros era algo así como volcarle al camarero un puzle de mil piezas sobre la barra, así que Galeón tuvo que esperar hasta la hora de retirarse, cuando por fin pudo adquirir con la nueva moneda su billete de metro.

Aquella Nochevieja les tocó currar a muchos empleados de comercios y entidades financieras, para garantizar el suministro de euros y céntimos, y el día de Año Nuevo atendieron al público cientos de oficinas bancarias de España. La intención al trabajar en festivo era, sobre todo, proporcionar cambios a los comerciantes, pero los empleados se encontraron con una marea de ciudadanos particulares que no querían esperar ni un día para manejarse en euros. Eran lo que algunos medios bautizaron como eurófilos, frente a aquellos eurófobos (¿pesetófilos?) dispuestos a aferrarse hasta el último momento a sus rubias, sus duros, sus billetes de mil con las efigies de Cortés y Pizarro y los de diez mil que llevaban al rey Juan Carlos.

Al cabo de tres días, las autoridades aseguraban que el 25 % de las compras ya se estaban pagando en euros; al cabo de cinco, comunicaban que el 94 % de la población tenía ya euros en casa o en la cartera.

Redondeos y errores

Conocimos a personajes como María Dolores Campos, la jubilada sevillana que fue a ingresar 400.000 pesetas en Banesto y acabó con 400.000 euros en la cuenta (y, honesta y un poco asustada, acudió a su oficina a dar aviso del error), o como Euro Cabré, otro jubilado, residente en Hospitalet, que era la única persona de todo el país que llevaba ese nombre, por obra y gracia de su padre republicano y ateo. Y, como todos habíamos desentumecido nuestro músculo aritmético, pronto nos dimos cuenta de que el redondeo iba a seguir jugando contra nosotros. Ya lo había avisado en la última de este periódico el maestro Manuel Alcántara, allá por mediados de diciembre: «De momento han subido de precio hasta los bocadillos, con el truco del redondeo. También la cerveza, el whisky, la ginebra y otros productos de primera necesidad». Y lo cierto es que ya escamaba un poco que los famosos euromonederos se hubiesen vendido por dos mil pesetas pero tuviesen un valor real de 1.999,96.

Aparecieron los primeros damnificados por el redondeo. La joven Paula Gómez se alegraba de que su madre ya no la pudiese llamar «pesetera», un término repentinamente arcaico, pero tenía algunas quejas sobre el sistema de conversión que aplicaban en su casa: «Me daban de paga mil pesetas, pero ahora me la han bajado a cinco euros, porque dicen que es lo más parecido. Así que pierdo 168 pesetas». Se merecía un sobresaliente en matemáticas, aunque seguro que eso no le compensaba.