Más de un siglo de líos en Panamá

Iratxe Bernal MADRID / COLPISA

ECONOMÍA

Vista del lago Gatún, contiguo a los trabajos de ampliación del canal de Panamá, en la costa atlántica del mismo.
Vista del lago Gatún, contiguo a los trabajos de ampliación del canal de Panamá, en la costa atlántica del mismo. Alejandro Bolívar< / span> Efe< / span>

El canal originó la independencia del país, un alzamiento contra Colombia ideado en Wall Street

13 ene 2014 . Actualizado a las 18:28 h.

«Quel Panama!» viene a significar en francés algo así como «¡menudo lío!». Puede que esta curiosa expresión haya rondado estos días por la cabeza de la ministra de Fomento, Ana Pastor, pacificadora forzosa en el conflicto abierto entre el Gobierno panameño y el consorcio liderado por Sacyr para la ampliación del canal. No en vano, en el origen de la locución está la apertura hace ahora un siglo del istmo y la monumental quiebra unos años antes de la Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panama, la primera empresa que intentó hacerlo y que, como Sacyr hoy, se vio superada por los sobrecostes.

La compañía fue creada por el ingeniero francés Ferdinand de Lesseps, algo endiosado tras haber culminado con éxito la apertura del canal de Suez en 1869. Convencido de haber logrado «deshacer el trabajo de Moisés», puso sus ojos en otro gran reto: esta vez uniría las aguas del Atlántico y el Pacífico. Le bastarían, según sus estimaciones, 600 millones de francos y doce años para lograr lo que en cuatro siglos no habían conseguido la imperial España de Carlos I, la primera en planteárselo, ni las omnímodas Inglaterra, Alemania o Rusia.

Todas ellas lo habían dibujado en algún plano desde que en 1513 Vasco Núñez de Balboa descubriera que tan solo una estrecha franja de sesenta kilómetros de tierra separaba los dos océanos, pero nadie concretó nada hasta que Lesseps se puso manos a la obra en 1881. Por entonces, Panamá era una provincia de Colombia, de la que había intentado independizarse varias veces aprovechando que esta se hallaba inmersa en una inacabable guerra civil.

Pese a ese turbio panorama político, Lesseps se decide y logra la concesión para realizar las obras por 10 millones de francos. Pero no pudo estar a la altura de sus propias expectativas, y mucho menos a la altura de las de los más de 800.000 franceses que invirtieron sus ahorros en el proyecto. Cometió algunos errores de cálculo, no contó con que excavar en aquella tierra casi siempre inundada no tenía nada que ver con hacerlo en Egipto; y, para colmo, la malaria y la fiebre amarilla causaron la muerte a 20.000 trabajadores.

En 1889, con solo una quinta parte de una excavación que ya tendría que estar acabada, tuvo que admitir su incapacidad para continuar. La Compagnie Universelle quebraba y se llevaba por delante el dinero de cientos de miles de inversores, por lo que sus promotores, entre ellos Gustave Eiffel y un exministro de Obras Públicas, fueron acusados de fraude y condenados a cinco años de cárcel, pena que finalmente no cumplieron.

En 1894 el Gobierno francés obligó a los grandes accionistas a suscribir títulos de la Compagnie Nouvelle, creada para reemprender las obras.

A la vista de que en Panamá solo quedaban unas dragas oxidadas y de que la mayor parte de la excavación había sido destruida por desprendimientos de tierra, los franceses cambiaron de idea. Su objetivo ahora sería recuperar parte de lo invertido revendiendo la concesión dada por Colombia para construir. Y pronto, porque expiraba en 1904.

Interés estadounidense

Potencialmente, el Gobierno más interesado era el de Estados Unidos, que en la década de los cincuenta, tras el estallido de la fiebre del oro en California, ya había puesto todos los medios necesarios para construir una línea de ferrocarril que hacía un recorrido similar al dibujado por Lesseps, la Panama Railroad Company. Para los buscafortunas era más seguro y rápido navegar hasta Panamá, atravesar el país y embarcarse ya en el Pacífico hacía San Francisco que cruzar su propia casa.

Efectivamente, los americanos ya habían visto el atajo, pero tenían otro plan; construir un canal en Nicaragua, un país más estable que Colombia.

Así que, para venderse en Washington, la Compagnie Nouvelle recurrió precisamente al director de la Panama Railroad Company, William Nelson Cromwell. El zorro, como le apodaban en Wall Street, era un astuto abogado que tenía entre su clientela a lo más selecto de la banca y la industria americanas. Pese a que el canal sería competencia directa para el enlace ferroviario por cuyos intereses debía velar, el letrado vio enseguida el negocio panameño, aunque no exactamente el mismo que buscaban en París. Propondría a esos buenos amigos financieros la compra de los activos de los franceses por unos cinco millones de dólares para después vendérselos al Gobierno americano por cuarenta. Así, mientras trabajaba para Compagnie Nouvelle buscando apoyos políticos para estancar la opción nicaragüense, se ocupó de que un pequeño ejército de abogados viajara por Francia comprando acciones a los pequeños inversores que no habían recuperado su dinero tras la quiebra de Lesseps.

Cromwell y sus socios -entre ellos, el banquero J. P. Morgan, cuñado del aún gobernador de Nueva York Theodore Roosevelt- se valieron de todas las tretas y contactos posibles para que su propuesta llegara al Congreso.

Allí, en 1902, tras una dura pugna frente a los partidarios del canal de Nicaragua, lograron imponerse con una condición: que Colombia aceptara un pago satisfactorio por la renta anual del canal, una tarea que iba a resultar más compleja de lo esperado.

La treta colombiana

Después de casi cincuenta años de guerra civil y con un serio endeudamiento, el Gobierno de Bogotá vio en aquel interés americano poco menos que el cielo abierto. No solo lograría dinero. Además, como ya había ocurrido con la línea de ferrocarril, contar con intereses estadounidenses en la región también le aseguraría apoyo militar para reprimir los levantamientos liberales en Panamá. Creyendo tenerlas todas consigo, el presidente colombiano, José Manuel Marroquín, decide torear a los americanos y cobrar tanto del Gobierno como de los inversores privados. Primero interpretaría un teatralizado regateo antes de aceptar la oferta estadounidense por la cesión del canal y pedir que le ayudaran a despejar la zona de rebeldes. Después, con la oposición a raya, se saltaría lo hablado y pediría a su Congreso que rechazara el proyecto de construcción. ¿Su plan? Poner de los nervios a Cromwell, que veía correr el tiempo y, en teoría, ante el riesgo de plantarse en 1904 con el acuerdo sin cerrar y perder lo invertido en la compra de la licencia, aceptaría entregar a los colombianos un pellizco de sus cuarenta millones.

Pero El zorro era peor enemigo que el propio Gobierno americano. En 1903, en cuanto recibió el primer despacho de Marroquín hablando de repartos, el abogado acudió al mismísimo presidente, un recién nombrado Roosevelt. Sabía que el afán de este por ser quien hiciera de Estados Unidos una auténtica potencia internacional estaría incluso por encima del interés del Congreso por lograr el mejor trato comercial. Y era obvio que esa concepción imperial tenía que empezar con el control sobre América Latina. Con un mandatario tan predispuesto, Cromwell solo necesitó insinuar la posibilidad de instigar y sufragar una guerra separatista que desgajara Panamá de Colombia. Estados Unidos firmaría un tratado para construir el canal, pero ya no lo haría con el Gobierno colombiano, sino con el panameño un año después. La camarilla de Wall Street acababa de crear un país.