La peor jubilación del mundo

Jorge Casanova
JORGE CASANOVA REDACCIÓN / LA VOZ

ECONOMÍA

150.000 gallegos sobreviven con las pensiones más bajas de España

13 feb 2011 . Actualizado a las 18:28 h.

Mientras media España calcula si le tocará a los 65 o a los 67, si le quedará una pensión pequeña o muy pequeña, alrededor de 150.000 gallegos, aproximadamente la tercera parte de quienes cobran jubilaciones contributivas en Galicia, se arreglan con mensualidades de otro siglo. A finales del 2007, el último año que la Seguridad Social contabilizó a este colectivo dentro del régimen especial agrario, la pensión media en Galicia para los jubilados del campo era de 451,8 euros.

La tipología del perceptor de esta pensión es muy común: cotización durante décadas, una vida laboral que comenzó incluso antes de la escuela; ni un día de vacaciones para la mayor parte de ellos y, al final, una pensión irrisoria y la necesidad de seguir atendiendo la explotación (lo que queda de ella en muchos casos) para poder sobrevivir.

Pese a que es un lugar común asociar a estas pensiones el último aliento económico que le queda al rural gallego, lo cierto es que su cuantía ha acelerado la contracción demográfica y económica de decenas de concellos pequeños y de base agraria o ganadera, ante la imposibilidad de ofrecer una posibilidad de consumo a ciudadanos que mensualmente perciben poco más de quinientos euros y están obligados a pagar la luz, el gasoil, el teléfono o el pan al mismo precio que un vecino de Vigo.

Por encima de esta difícil situación económica, una parte notable de este colectivo asiste a la destrucción del entorno social en el que pasó la mayor parte de su vida. La despoblación y la falta de relevo generacional han dejado aldeas vacías, lugares donde estos jubilados ni siquiera disponen de una taberna cercana donde jugar la partida, un detalle que, sin embargo, buena parte de los entrevistados echan mucho de menos. Lo que a continuación sigue es un breve relato de las historias de cuatro familias de interior, que trabajaron en el campo y que nunca pensaron que, cuando se jubilaran, iban a verse en tan precarias condiciones

MANUEL VÁZQUEZ

«Antes plantaba patacas por pracer, hoxe as planto por necesidade»

En la cocina de Manuel huele a sopa. Huele bien. En el espacio amplio y limpio se mueve su mujer ataviada con la bata de cuadros y sin mangas, parte insustituible del uniforme tradicional del país. Lo hace en silencio mientras Manuel, 74 años, viejo labriego con conciencia de clase, explica cómo llegó hasta aquí. «Nunca quixen quedarme», cuenta: «Vía moitas inxustizas. Eu odiaba isto». Pero al final se quedó. Se sintió obligado a ayudar a sus padres, que vieron emigrar a cinco hijos. Y allí, en Ameixeira, hizo su vida. Ahora ve cómo sus hermanos, los que se fueron y trabajaron en fábricas fuera de Galicia, tienen buenas pensiones, viven bien. Él cobra 570 euros y su mujer, un poco menos: «Hai que ter moito amor a esta terra para quedarse a vivir aquí».

Manuel y su esposa trabajaron lo que no está escrito, como tantos. «Eu nacín co sacho», resume. «Sempre quixen que fóramos os dous iguais», dice sobre su mujer. Y, por eso, en la explotación lechera que fueron sacando adelante cotizaron los dos. Todo aquello le dio para comprar la casa y los terrenos que él trabajó y sus padres antes que él: «Eran propiedade da marquesa de Cavalcante», dice. Envío tres hijas a la universidad, y a una de ellas le cedió la explotación. Manuel se jubiló hace 13 años y pasó a cobrar unas 100.000 pesetas (600 euros), recuerda. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal: el precio de la leche en caída libre, el euro, las vacas locas: «A filla tivo que abandonar a explotación». Ahora que se han acabado las ayudas de Europa, Manuel ha pasado a recibir la pensión tipo, menos de lo que percibía en los años de las pesetas.

Así que Manuel sigue con el sacho. Unas patatas, unas berzas, gallinas y unas pocas vacas de carne, rescoldo de la explotación que fue. No viajan. «A muller está delicada de saúde». Él se aprovecha de un bien escaso, un bar cercano, para echar una partida semanal y ver algún partido. Una pequeña satisfacción en una jubilación lejos de lo que esperaba.

REDOSINDO Y ELVIRA

«Foi unha vida moi escrava. Aínda non sei nin como andamos de pé»»

A Redosindo, que ya calza 77 primaveras, también le gustaría echar la partida de vez en cuando. Pero no tiene bar cerca, ni coche. Lo que sí tiene es una pierna que apenas puede doblar. Vive con su mujer, Elvira, su hija, su yerno y un hijo incapacitado de esos que la Xunta valoró hace mucho tiempo pero al que todavía no le ha llegado la ley de dependencia. Allí resiste la familia con una pequeña explotación de vacas de carne y unas pensiones que no les dan para nada: «Bote contas: o pan está a dous euros o quilo. Son case cen euros ao mes. Cento corenta de luz, cincuenta de teléfono...». Redosindo llega pronto al final de la cuenta con sus 570,4 euros de pensión, más la no contributiva que recibe su mujer: «E eu estiven cotizando toda a vida con moitos traballos. Chegábame moito as 20.000 pesetas que pagaba» dice mientras relata una vida dura: «Moitos traballos. Foi unha vida moi escrava. Aínda non sei nin como andamos de pé». A esta familia la pensión no les dio para viajes. Ni para los del Inserso. Así que Redosindo y Elvira siguen anclados en Papucín, haciendo filigranas con sus ingresos y echando una mano de vez en cuando a su hija, que es quien se hizo cargo de la explotación. ¿Cuándo se estropeó todo? Aquí le echan mucha culpa al euro: «Desequilibrouse moito todo», concluye Redosindo.

MANUEL BOTANA

«A nós, enganáronnos coa xubilación»»

Manuel forma parte del colectivo de los que se fueron. A Bilbao, a Inglaterra, a Alemania: «Estiven cotizando en varias empresas, pero ao final tiven que darme de alta na explotación. Equivoqueime». Lo dice porque, pese a aquellos años de emigración, le ha quedado la pensión tipo de los agricultores: 570. Y de la explotación solo quedan las paredes de las naves que Manuel ha habilitado para guardar leña. Las vacas y toda la maquinaria se fueron por el mismo camino que su hijo: «Prepareina para el, pero non lle gustou. Deixouna, fixo ben». Los precios de la leche acabaron por reventarle el sueño. Hoy es un jubilado con una pensión pequeña que ha organizado su vida en función de las necesidades de su mujer, enferma del corazón: visitas a la piscina, al médico y paseos por su aldea de Vilamaior. Mucho tiempo libre que le da para pensar lo que pudo haber sido y no fue: «A nós, enganárannos coa xubilación. Do que me pertencía ao que estou cobrando hai moita diferenza. E logo ves a moita xente que cobra a súa pensión sen ter cotizado nunca na vida. A algúns escoiteilles que eles non pagaban porque algo lles ían dar. ¿Que como nos arreglamos? A única forma é non despistándonos en nada».

No hay partidas para Manuel, alejado de las tabernas. Ni viajes: «Para unha vez que se nos ocorreu ir a Bilbao, nos atopamos coa folga dos controladores. Tivemos que ir en coche cos billetes xa quitados». No han vuelto a salir. Al menos, les quedan los hijos cerca y los nietos, a los que ven con frecuencia.

MANUEL Y PILAR

«Para darlle vinte euros a un neto hai que sacalos de onde non se pode»

A Manuel y Pilar la jubilación les ha pasado por encima como si tal cosa. Trabajan lo mismo que cuando no estaban retirados y eso que Manuel ya lleva 15 años en la reserva: «E ¿que imos facer? Se as pensións foran un pouco máis potentes podíamos pensar en vivir noutro sitio», reflexiona Manuel. Y su mujer tercia: «E aínda andan desafiando que as queren baixar».

«Na vida pensamos que nos veríamos así na xubilación», dicen. En casa vive el hijo más joven, que se quedó con una explotación por la que lucha y que difícilmente podría salir adelante si Manuel no se calzara el mono de trabajo cada mañana, a las ocho, con sus ochenta años. Y sin que Pilar ordeñara y tuviera la casa como la tienen todas las dueñas de su casa. «Antes sachábamos para todo. Agora as cousas cambiaron o cen por cen. Traballamos todos e non nos defendemos. Para darlle vinte euros a un neto hai que sacarllos de onde non se pode».

La conversación se anima en la cocina y remata en un clásico, lo que va de cinco mil pesetas a treinta euros. En realidad es la misma cantidad: «Pero hoxe vas comprar cos trinta euros e non traes nada», cierra Pilar. Manuel sale afuera, embutido en el mono y dispuesto a lo que haga falta. Al fin y al cabo y, aunque las pensiones sean pequeñas, Manuel sabe que parte de su salud y de su espíritu resisten porque cada día se despierta con tareas que completar.