La trama de Gescartera, a juicio seis años después y sin rastro del dinero

Pablo Allendesalazar

ECONOMÍA

Los altos cargos del Gobierno y la CNMV vinculados con el «chiringuito» financiero no se sentarán el lunes en el banquillo junto a los 14 acusados.

16 sep 2007 . Actualizado a las 15:12 h.

El caso Gescartera, la oscura agencia de valores que hizo tambalearse a toda la cúpula económica de los Gobiernos de José María Aznar, se acerca por fin a su resolución. La Audiencia Nacional comenzará a juzgar este lunes, más de seis años después de que saltase el escándalo, a los 14 acusados por una estafa estimada en 50,2 millones de euros a 4.000 inversores entre los años 1992 y 2001. No son cifras muy abultadas si se las compara con los 350.000 afectados de Forum y Afinsa y sus 6.203 millones desaparecidos, pero ningún fraude reciente ha provocado la dimisión de todo un secretario de Estado de Hacienda o una presidenta del órgano supervisor de los mercados.

Gescartera, más allá de un estafa de enorme magnitud, se ha convertido en un símbolo de los pelotazos financieros en el ocaso del siglo XX y en un estigma para la exitosa gestión económica de los ejecutivos populares que lideró José María Aznar. Pese a que ninguno de los políticos implicados se sentará en el banquillo, todavía se dejan sentir los efectos de la descomunal polvareda que levantó la polémica lista de inversores y las relaciones de sus administradores con varios pesos pesados del equipo económico del entonces vicepresidente Rodrigo Rato.

Todo empezó mucho antes, en 1992, cuando un ambicioso joven llamado Antonio Camacho, de discreto expediente académico pero extraordinarias dotes sociales, fundó con su padre Gescartera, una pequeña sociedad de gestión de patrimonios no diferente a las miles que había en el país. El elemento diferenciador fue, desde su mismo comienzo, la capacidad para relacionarse de su dueño. El agresivo broker comenzó a forzar una tupida trama de contactos y nombró director general al cantante melódico Jaime Morey, con lo que buscó popularidad y acceso a determinados ambientes.

Fichajes clave

La clave del chanchullo, según sostiene la Fiscalía Anticorrupción en su escrito de acusación, era proyectar una imagen de «solvencia e importancia» que, combinada con la promesa de rentabilidades superiores a las habituales en el mercado, facilitara la captación de clientes, si no masiva, si al menos importante tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo.

El dinero así obtenido nunca se empleaba para efectuar las inversiones en Bolsa contratadas. En gran parte iba a parar a los bolsillos de Camacho y sus socios, y en otra se dedicaba a mantener Gescartera funcionando. En una carrera sin fin, los fondos recién captados servían para devolver el dinero a los clientes que se iban y para abonar las ganancias prometidas.

Los puntos flacos de la compleja trama que había montado, basada en documentos bancarios falsos y operaciones bursátiles fraudulentas, llevaron a Camacho a hacer dos fichajes decisivos.

José María Ruiz de la Serna, técnico de la Comisión Nacional del Mercado de Valores responsable de la supervisión de instituciones de inversión colectiva desde 1989, pasó a ser su número dos en Gescartera en 1997. Su conocimiento del funcionamiento del regulador de los mercados y sus contactos permitieron a la sociedad seguir engañando al organismo.

Su segundo movimiento clave fue aupar a la presidencia de Gescartera a una de sus comerciales, Pilar Giménez-Reyna, con la vista puesta en que su hermano Enrique era secretario de Estado de Hacienda y amigo personal de José María Aznar. Esta relación le permitió entablar contacto directo con la presidenta de la CNMV, Pilar Valiente, y su vicepresidente, Luis Ramallo, ex diputado del PP que también actuó como notario de Gescartera.

Paradero desconocido

Estos contactos facilitaron que el consejo de la CNMV aprobase en 2000 la transformación de la sociedad en una agencia de valores, con lo que podía operar directamente en la Bolsa. Y ello pese a que había sido sancionada hasta en tres ocasiones (1994, 1997 y 1999) por captar dinero sin permiso y resistirse a ser inspeccionada.

Apenas unos meses después, el 14 de junio de 2001, ese mismo órgano de gobierno se veía forzado por los acontecimientos a acordar, por unanimidad, la intervención de Gescartera ante la «imposibilidad de conocer la situación económico-financiera y el destino de los fondos de sus clientes».

Ese no fue más que el punto de partida del mayor escándalo económico sucedido en España desde la intervención de Banesto y la caída de Mario Conde en 1993. La opinión pública quedó asombrada por las ramificaciones de trama y la oposición, con el desastre del Prestige y la guerra de Irak todavía en el horizonte, aprovechó para cargar con fuerza contra el Gobierno y forzar una comisión de investigación parlamentaria que, como muchas otras, no dejó nada en claro. En muchos casos no se pudo pasar de las meras sospechas, pero ni el propio Rato se libró de ellas, al ser el responsable último de toda el área económica del Ejecutivo y tener relaciones comerciales a través de una sociedad familiar con el banco HSBC, que también trabajaba con Gescartera.

Otro de los elementos que provocó más escándalo fue la lista de clientes de la sociedad, cuajada de instituciones sociales, religiosas y estatales. La mutualidad de la Policía, el servicio de seguridad social de la Armada, la asociación de huérfanos de la Guardia Civil, la Once, el arzobispado de Valladolid, las Agustinas Misioneras, la ONG católica Manos Unidas, empresas públicas como la Compañía Española de Tabaco en Rama y una larga lista de pequeños ahorradores cayeron rendidos ante Camacho, quien aún defiende que todo el dinero se evaporó a causa de las malas inversiones.

Con estos antecedentes, la propia Fiscalía reconoce que resultará «enormemente dificultoso» llegar a averiguar algún día cual fue el verdadero destino de sus ahorros. Cuando menos, ese es el objetivo último del juicio que arranca este lunes y, donde ésta vez, lo de menos pueden ser las penas de prisión que se puedan imponer, que van desde los tres hasta los once años de cárcel por los presuntos delitos de estafa y falsedad documental.