Culpabilidad

Adriana Iglesias

LALÍN

20 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Querida Minerva,

Han pasado los años y aquí sigo, como cada mañana, sentada en mi butaca, con la mirada perdida entre las nubes de otro día que despierta. Con la muerte de mi marido, víctima de un cáncer, una lacra que se ha llevado a varios vecinos y conocidos, mi vida se había quedado vacía. Pero intenté suplir su falta y lo hice de un modo muy gratificante. Aquel martes apuraba mi café en el bar de Paco. Los niños debían estar a las nueve en el colegio. Mis niños, mis nietos. De fondo, suenan las noticias. ¡Ya te puedes imaginar! Bajada de las temperaturas, un terrible accidente de coche, un político imputado en un caso de corrupción, una mujer asesinada por su marido en nuestra ciudad... Escucho los detalles de la tragedia sin prestar especial atención. Todavía no me has llamado como haces muchas mañanas que me retraso. Salgo del bar y emprendo el camino a tu casa. Mi cuerpo se estremece con el frío, o quizá como una premonición de lo que va a suceder minutos después. En tu calle, casi delante de tu portal, se agolpa la gente. El ruido de varias sirenas invade todo el barrio. Me acerco y algunas figuras se giran y clavan su mirada en mí. Nunca olvidaré esos ojos llenos de compasión, horror, sorpresa… ¿Qué habrá sucedido? No necesito abrirme paso entre la gente ya que, a mis pies, se forma un pasillo. Al final del mismo, diviso un cuerpo, inerte, encharcado en sangre. A su lado hay otro cuerpo en similares condiciones. La gente comenta entre susurros.

No pude soportar ver tu rostro, tu angelical rostro que yacía sobre el asfalto. Allí estabas, indefensa. Parecía mentira, tú, que eras puro fuego y fuerza. Siempre me había disgustado tu actitud ante la vida, y sobre todo, ante el amor. Con numerosas idas y venidas amorosas, con infinidad de novios, aferrada a tu trabajo en la universidad, primabas tu carrera profesional consciente de que sería muy difícil hacerla congeniar con una vida familiar. Y todo esto, a mí, me entristecía. Yo, que había disfrutado tanto del cuidado de mi familia y de mi hogar, deseaba que tú hicieras lo mismo. Quería ver en ti un reflejo de lo que yo había sido. Y, a veces, con enfado, no llegaba a entender el modo de vivir que habías escogido. Pero mis deseos fueron escuchados y encontraste el amor. Un compañero de trabajo te había hecho caer en ese amor romántico sacado de un cuento de hadas. ¿Qué había ocurrido entonces? Detrás de un hombre de éxito, buen padre y marido, se escondía un carácter complicado que había provocado que tu amor incondicional hacia él se hubiera apagado pasados los años. Fiel a ti misma, así se lo hiciste saber, sin imaginar las graves consecuencias que tendría. Y mientras, todos vivíamos ajenos a esa tensión matrimonial.

De nuevo, me invadían más preguntas… ¿Por qué? ¿Por qué guardabas silencio sobre tu terrible situación? ¿Cómo él había conseguido engañarnos a todos? Durante varios meses busqué la culpabilidad en tu persona, pensando que habías sido una inconsciente al sacrificar tu núcleo familiar. ¿Y él? Para mí, él era un ser atroz que me había arrebatado los tres pilares bajo los que se sustentaba mi existencia. Ahora entiendo todos aquellos momentos en los que veía consumirse tanto tu personalidad como tu carácter bajo la sombra de ese hombre.

Había coartado tu libertad, esa cualidad que defendías en tu juventud y que te caracterizaba. Ningún ápice de culpabilidad podía buscar en ti. Me sorprendo como, a veces, el ser humano puede ser tan injusto con lo que más quiere. Y yo lo había sido contigo. Espero encontrarme contigo, hija. Y simplemente darte un abrazo y decirte, mi pequeña, que eras una mujer apasionante.

Tu madre, Manuela