Cuando la pasión llega por prescripción médica

Rocío García Martínez
rocío garcía A ESTRADA / LA VOZ

A ESTRADA

miguel souto

Con 4 años su pediatra le recetó clases de ballet. Ahora dirige una academia de éxito y vive por y para la danza

15 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

De pequeña, Irene López tenía un problema en la cadera y caminaba con un pie hacia dentro. El pediatra le recetó clases de patinaje o de ballet. Sus padres eligieron ballet. No tenían ni idea de la trascendencia de aquel momento.

Irene tenía cuatro años y ya era un terremoto de niña. «Me apuntaba a un bombardeo», recuerda. «Algunas madres ahora me plantean si sus hijos no estarán sobrecargados de actividades. Yo estaba apuntada a todo y era feliz. En ballet empecé en A Coruña con Beatriz Gamborino, pero también iba a flamenco, a jazz, a hípica, tocaba el piano y la bandurria, iba a fútbol, a natación los sábados...», comenta. «Siempre me gustó aprender y probar de todo», cuenta.

El ballet corrigió el problema de Irene, pero se convirtió en una adicción perenne. Cuando tenía 12 años, su madre le pidió que dejase alguna actividad. Era buena estudiante, pero una tarde completa de extraescolares cada día era extenuante.

Se quedó con ballet sin dudarlo. Ingresó en el Conservatorio de Danza de A Coruña y siguió formándose hasta los 24 años. Dedicaba 18 horas semanales al ballet. «El ballet es echarle horas. Es trabajo y dedicación. Puedes tener talentos, pero el trabajo es muy importante», explica Irene. «Lo normal es formarse hasta los 20 o los 22 años. Yo ya los había cumplido, pero además me lesionaba constantemente, por eso lo dejé», explica. Entonces Irene estaba estudiando Historia y llevaba un tiempo dando clases en la escuela Ballet Studio de Santiago y en el Ximnasio-Escola San Clemente. «Empecé dando pilates y ballet para adultos. Aprendí muchísimo de mis alumnas. Me enseñaron, sobre todo, que cuando algo te gusta de verdad, no importa la edad. Tenía una alumna que empezó con más de 40 años pero con tal empeño que, pese a la mala condición física de partida, a los tres años estaba haciendo puntas», recuerda Irene.

Clase a clase, la coruñesa se fue enganchando a la docencia. En el 2006 se graduó como profesora de la Royal Academy of Dance de Londres y, más o menos por esa época, comenzó su aventura estradense. «Fue cuando estaba en Ballet Studio, en Santiago. Una chica me habló de que en A Estrada buscaban una profesora de ballet y me dije: ¿por qué no?», explica. La buscaban Montse Barcala y Juan Carlos Romero, los impulsores de la academia Sondodance y los artífices de una impresionante cantera de bailarines que está colocando A Estrada en la élite del baile deportivo.

«Mis padres no querían que me dedicase a esto. Pudiendo sacar una oposición, preferían que no me metiese en camisas de once varas. Pero a mí es lo que me gusta de verdad. Sé más de ballet que de cualquier cosa y me encantan los niños y me lo paso pipa con ellos», cuenta.

Además, el destino apuntaba a A Estrada irremediablemente. Primero fue la oferta de trabajo. Luego, Irene se enteró de que su pareja, Eduardo Machado, tenía raíces familiares en A Estrada. «Fue increíble. Él es de Ribadeo pero al venir nos enteramos de que tenía un abuelo de Aguións. Tiene que ser el destino», dice convencida. Y siguiendo ese buen pálpito, hace once años que Irene da clases en A Estrada y tres que la pareja se ha mudado a vivir aquí, aunque ella apenas hace vida fuera de su academia. «El otro día me hablaron de la zona de vinos y pregunté donde estaba. Me deben tomar por loca», bromea.

Su vida está al margen de los bares o del pulso local del pueblo. Ella vive por y para la danza y le contagia su pasión a todo el que se le acerca. Al primero, a Eduardo. Cuando hace años él la vio por primera vez saliendo de una clase de ballet, morada y sudorosa, le preguntó atónito: «¿Pagáis 35 euros para que os hagan eso?». Hoy aprecia la danza, es pilar imprescindible en la academia y hasta es capaz de corregirle posiciones a las nuevas bailarinas.

Irene también ha enganchado al ballet a sus alumnas, que asumen felices el sacrificio que conlleva. A veces hasta luchan con sus familias para poder acudir a los ensayos preparatorios de exámenes en fines de semana. «No son obligatorios, pero son convenientes y las niñas quieren venir. Algunos padres seguro que me odian», bromea la profesora.

Algo tiene Irene que engancha. Cuando empezó a dar clases en A Estrada tenía una veintena de alumnos. Ahora son 120. Han tenido que coger nuevo local, pero no hay espacio ni horas que lleguen. «El ballet es muy duro. Es hasta doloroso porque tu cuerpo está siempre sometido a mucho trabajo. Pero también es muy satisfactorio», trata de explicar.

Exigencia mutua

Irene no es una profesora complaciente. Ni mucho menos. «Para mí todo está mal. Cuando lo mejoran les digo que está un poco menos horrible. Y luego que ya está decente. Solo digo muy bien cuando ejecutan una corrección. Ahí sí que monto fiestas. Hasta salto de contenta», explica. Pero sus niñas -y sus dos niños- no se lo toman a mal. «Nos entendemos. Igual que me exijo a mí les exijo a ellas porque quiero ver resultados y para eso tenemos que trabajar mucho todos», defiende.

Al final, son como una gran familia en un mundo paralelo que solo entienden los que lo viven desde dentro. «Las mayores vienen a mi casa y me cuentan sus cosas. Yo las quiero a todas un montón. Dicen que el roce hace el cariño y rozar rozamos mucho. Son muchas horas aquí...», constata Irene.