Con Theresa May y Bruselas enzarzados en la fórmula con la que el Reino Unido se baja de la Unión Europea, el fútbol inglés se proyecta en Europa como nunca antes en la última década: la mitad de las ocho bolas del bombo llevaban el sello de la Premier, que también ha clasificado al Arsenal y al Chelsea para los cuartos de la Europa League. Todos ellos, por cierto, bajo la batuta de técnicos nacidos más allá de las islas británicas. El Observatorio CIES publicaba recientemente un informe sobre los futbolistas más valiosos del mundo. De los veinte primeros, doce juegan en la Premier y de ellos solo dos -Kane y Dele Alli- son ingleses.
Cuando el referéndum del brexit se mostró como inevitable, con aquella histórica torpeza de Cameron, el presidente de la Premier, Richard Scudemore, puso el grito en el cielo. Hizo campaña por la permanencia en la Unión, temiéndose que acabara sucediendo lo que ahora pasa: verse inmerso en una controvertida batalla. Enfrente, la federación inglesa que ya ha propuesto reducir el número de extranjeros por club -de 17 a 12- a la vez que estudia las restricciones a los futbolistas comunitarios, que podrían verse abocados, con matices, a condiciones similares a los nacidos fuera de la Unión.
Hoy, los europeos no británicos disputan el 45 % de minutos en la Premier y anotan más del 43 % de los goles, el mayor porcentaje de la última década. Hoy, los futbolistas ingleses representan el 33 % en los equipos titulares de la Premier, muy lejos de aquel 70 % del año 1992. Y, en medio del jaleo, ha salido a la palestra Gordon Taylor, el mandamás del sindicato de futbolistas, para alegar que con los nuevos aranceles al talento pelotero foráneo, Inglaterra volverá a ser la de 1966. Una soflama patria a cambio de reducir de forma incalculable el nivel competitivo de la que es, probablemente, la mejor liga del mundo. De ponerle trabas a los Lukaku, Sané, Pogba, De Gea o Hazard. Vaya drama.