
Rafa Nadal quiere retirarse en la pista al mejor nivel. Lleva cinco meses sin competir, y se fija otro plazo similar por delante antes de volver a jugar otra vez contra los mejores con las mínimas garantías. Su decisión de fijar el 2024 como el año de su despedida supone, en el fondo, un regalo para el deporte. Cada día que salte a una pista de tenis representará una fiesta, un acontecimiento para disfrutar sin pestañear. Y, admitámoslo, a punto de cumplir los 37 años, cualquiera puede ahora dudar del nivel al que volverá a empuñar una raqueta. No es nuevo ese razonable escepticismo. Así se escribe la historia de su vida. Golpe a golpe, imposible tras imposible. No solo sobre la pista, donde ha convertido en su seña de identidad las recuperaciones prodigiosas, los puntos inverosímiles, los efectos de dibujos animados... Sino que cada lesión, cada inactividad, parecía condenarle otra vez al declive. Nunca fue así. ¿Por qué no iba a reaparecer a final de año ofreciendo un último milagro?
Nadal, el de los imposibles, es fuego y es hielo, como ya lo fueron otros. Pero nunca antes en la historia del deporte un gigante había aunado de una manera la pasión en la pista, la sangre caliente para levantar partidos y conectar con espectadores solo vagamente identificados con el tenis, con el autocontrol para mantenerse centrado en medio de la peor de las tormentas.
Así que, admitámoslo: dejar de competir diez meses a caballo entre los 36 y los 37 años anima a pensar que a Nadal ya solo le quedará espacio para una despedida tan digna como emotiva en un paseo triunfal por las pistas de todo el mundo. Allí donde se presente, el público se rendirá a sus pies en un último baile que cualquiera desearía interminable. Pero volverá a hacerlo, volverá a sorprendernos, volverá a ganar, volverá a dar forma a lo imposible. Y si no gana más, casi nos dará igual. Y entonces nos quedará darle las gracias por el recuerdo de una proeza como no ha habido ninguna otra.