Iago Muiña: «Caían como moscas, ojalá se sepa los muertos que dejaron»

DEPORTES

Iago Muiña

El ferrolano recuerda los abusos contra los derechos humanos que presenció en Catar, donde llegó a jugar para su selección

13 nov 2022 . Actualizado a las 09:09 h.

Hace tres años que Iago Muiña García (Ferrol, 1984), puso el punto final a una prolija carrera como lateral diestro en el balonmano de élite. Tras finalizar contrato en el Puerto Sagunto, y un frustrado intento en Bielorrusia, Muiña aceptó en el 2012 una oferta para jugar en el Al-Rayyan catarí. Allí estuvo casi seis meses, hasta que se rompió la rodilla y regresó a Ferrol.

—¿Por qué se marchó a Catar?

—Había cambiado de empresa de representación, me llegó una buena oferta y la acepté. Yo no era una estrella, más bien un obrero. Me fui por dinero, porque era un egocéntrico, que pensaba en hacerme rico de cualquier manera. Para que veas al punto que podemos llegar los seres humanos de vendernos, llevaba un mes y ya estaba tramitando la nacionalidad catarí para jugar con su selección. A los 20 días de estar concentrado con ellos, me rompí el cruzado. Se me vino todo encima. Me di cuenta de que no valía para seguir allí. Hoy lo pienso y me avergüenzo de haber representado a esa gente.

—¿Existía allí una apuesta decidida por el balonmano?

—Qué va, era todo un capricho de los jeques. En la selección catarí había solo dos del país y eran hijos del mismo padre. Consiguieron organizar un Mundial y fue surrealista. Como no tenían afición ninguna, pagaron a seguidores que venían con las selecciones extranjeras para que animaran a Catar. Hubo españoles, que en el partido en el que se enfrentaron, apoyaron a los cataríes por dinero. Cogían a gente por la calle y les obligaban a entrar para que hicieran ambiente. Era todo una falsedad tremenda. Hemos llegado a jugar partidos a puerta cerrada solo para que los vieran los dos jeques de turno.

—¿Cómo recuerda su primer contacto con Catar?

—Al llegar, me pusieron un chófer de Bangladesh, que tenía dos hijos en una choza de su país, en la pobreza extrema. Lo habían llevado engañado y al entrar en Catar le quitaron el pasaporte. Llevaba tres años sin estar con su familia. Le habían prometido 1.000 dólares al mes, la empresa que lo llevó se quedó una parte, el intermediario otra, y le daban 500, con disposición absoluta. Si lo llamaba a las cuatro de la mañana, tenía que presentarse. Vivía en unos barracones insalubres, que estaban separados por una cañería abierta. Los tenían apartados del centro para que no se viesen, como apestados.

—¿Qué se le pasaba por la cabeza?

—Que estaba presenciando la esclavitud en pleno siglo XXI, con una impunidad increíble. En la creación de los rascacielos, de los edificios de la universidad, el número de muertos era indecente. Eso lo he visto yo con mis propios ojos, como caían fruto de unas temperaturas insoportables, propias del desierto.

—¿Con sus propios ojos?

—Sí. Estaba alojado en un hotel y justo al lado estaban construyendo. La situación, cada mediodía, no me la creía. Llegábamos a los 45 o 47 grados. Caían como moscas, con golpes de calor. Iban con unos cubos de agua y se los tiraban encima. Si reaccionaban, los bajaban. Y si no, los ponían en una camilla y se los llevaban sabe dios a dónde. Las instalaciones del Al-Rayyan estaban a las afueras. Cada vez que íbamos, de camino veíamos cantidades ingentes de autobuses de los que bajaban 50 o 60 inmigrantes. Iban todos iguales, con buzos y una mochila pequeña. Construyendo ahora los estadios, a toda velocidad, te lo puedes imaginar. Ojalá algún día alguien tenga el valor de aproximarse a las muertes que han dejado por el camino.

—¿Percibió también ese trato a los trabajadores dentro del deporte, en su rutina diaria?

—Recuerdo un día, que estábamos en un entrenamiento y el extremo se fue al suelo y dejó un surco de sudor. Teníamos con nosotros a cuatro chavales, que se encargaban de pasar la mopa. Salió uno de ellos a limpiar y se le debió quedar algún pequeño rastro. Al siguiente contraataque, otro compañero resbaló en el mismo punto. Se levantó el ayudante del jeque y le pegó cuatro bofetones tremendos al chaval allí mismo y lo largó del pabellón.

—¿Ha regresado al país desde que lo abandonó con la lesión?

—No he vuelto, ni volvería jamás. Bastante hipócrita fui.

«Si tenemos que vender el fútbol a esa gente, como sociedad estamos podridos»

Muiña está convencido de que la organización del Mundial de fútbol, que arrancará el 20 de noviembre, se debe al pago de un millonario soborno.

—¿Qué pensó cuando la FIFA eligió como sede a Catar?

—No me cabe en la cabeza, seguro que alguien se está llenando los bolsillos. Estoy esperando a que cuenten la verdad. Recuerdo que un jeque de un equipo me dijo: ‘Si queremos comprar occidente, lo vamos a hacer’. Y ahí los tienes... PSG, City, Newcastle, el Barcelona en su día... y ahora esto. Si tenemos que vender el fútbol a esa gente, como sociedad estamos podridos.

—Hubo futbolistas que protestaron.

—Los jugadores tienen poder en un vestuario, pero los clubes son empresas y ahí no pintan nada. Las mujeres, en Catar, siempre tapadas. Podían llevar un bolso espectacular, unos zapatos y un perfume de lujo, pero que no se les ocurriera enseñar ni un brazo. Es increíble que en un mundo que debería tender a la igualdad, lleves un Mundial del deporte rey allí y aceptes que les digan a la mujer de un futbolista cómo tiene que vestirse.