Turu Flores: «Nunca salí tanto como en Coruña»

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Abraldes

El exdelantero argentino recuerda cómo la hinchada se mezclaba con el equipo y había gran conexión con la grada

04 jul 2022 . Actualizado a las 18:33 h.

Llegó al Deportivo ya talludito, con 27 años, y apenas pasó tres temporadas en A Coruña (109 partidos y 26 goles). Pero la impronta que dejó fue la de ídolo. De futbolista inolvidable al que paran cientos de veces cuando regresa. De genio que destrozó, entre otros muchos clubes de primer nivel, al eterno rival, el Celta. Y no una vez, sino varias. Ahora, en el cuerpo técnico del Las Palmas, Turu Flores (51 años)  recuerda su pasado, habla de su presente y rinde su pequeño homenaje a un Diego Maradona del que era amigo personal.

—Hágame un resumen de la vida de Turu desde que se fue del Dépor.

—Vaya, es que han pasado ya años eh. Dios mío, 21. Casi media vida. Pues jugué en unos cuantos equipos aquí en España, luego en Noruega y Argentina y me hice entrenador. En el 2009, empecé en Vélez como ayudante de campo. Estuve cinco campañas. A continuación, agarré el equipo como primer entrenador, también estuve en Defensa y Justicia. Y, bueno, hubo algún contacto con el Dépor, pero no cuajó. Yo tampoco tenía convalidado para entrenar en España. Y acabé en el Las Palmas. Tengo muy buena relación con el presidente y estuve en dirección deportiva, secretaría técnica y ahora pues en el cuerpo técnico, en diferentes puestos. En medio de todo esto, jugué cinco años al fútbol indoor con Maradona. Creo que va bastante bien resumido.

—¿Sigue aspirando a ser primero?

—Sí, en eso estoy. Es cuestión de meses que tenga las horas de prácticas necesarias para obtener el título y luego ya se verá.

—¿Cantera o élite?

—Yo en Argentina arranqué como técnico en equipos profesionales y eso es lo que me gusta. 

—Y siempre cerca del verde. No se ve en los despachos como Fran, Molina o Capdevila.

—No, no. Yo quiero estar ahí, pegadito al verde. Cada vez que tengo oportunidad quedo para jugar con amigos, exfutbolistas, o hago rondos con los chicos en los entrenamientos. La vida del despacho no va conmigo.

—¿Los jóvenes jugadores saben quién es Turu?

—Pues la verdad es que no. Pero eso también tiene su punto. Porque no me conocieron como futbolista, pero hablan con los veteranos y luego con gente del club y, entiéndamelo con humildad, les cuentan quién fui yo y pues ahí crece la admiración, preguntan cosas y te hacen sentir importante.

—Como si no fuera  ya importante. ¿Dónde se siente más querido y reconocido en A Coruña o Las Palmas?

—Al vivir acá [Canarias] lo noto más, porque es más continuado. Pero cuando voy a Coruña es una pasada. Me ha sucedido más de una vez de ir incluso a desayunar, pedir la cuenta al camarero y decirme: «No, esto ya lo pagó el señor que estaba en la mesa tal, que me dijo que le había hecho pasar tardes y noches muy felices». Y, claro, el señor ya no estaba y ni idea de quién era. En la calle, igual, la gente me para, se hacen fotos... Incluso hace poco me pasó que, camino de Argentina, hice transbordo en Estados Unidos. Me encontré con unos de Coruña y qué maravilla de gente, cómo me mostraron su cariño.

—Tampoco estuvo tanto tiempo.

—Pero fue una época exitosa y muy intensa. Hubo grandes noches de Liga, de Copa, de Champions. Teníamos una ciudad entregada a nosotros. Era el sueño de cualquier futbolista. 

—Pero usted ya venía con títulos importantes en su currículo.

—Sí. Ligas argentinas, Copa Libertadores, Iberoamericana, la Intercontinental en la que Costacurta, nada menos, me hace el penalti decisivo... Pero lo del Dépor fue algo espectacular. Y creo que con el paso de los años todos nos vamos dando cuenta aún más de la magnitud de aquello. Había química con la gente de la calle.

—Es que el fútbol ha cambiado mucho, ¿no?. Ustedes eran de los que todavía se encontraba uno a pie de calle.

—Ha cambiado, sí. En todos los sentidos. A nivel interpretativo, analítico y también de imagen. Antes nos juntábamos para desayunar, comer o cenar los compañeros. Ahora desayunan y comen en las instalaciones, todo medido por el nutricionista. Por la tarde hacen una activación... No es que se haya profesionalizado más, porque nosotros ya éramos profesionales, pero sí que ha cambiado mucho. Y luego que, nosotros sí que nos sentíamos muy cercanos a la gente. Íbamos a los bares y restaurantes que iba todo el mundo. No andábamos de reservados. Hoy es muy difícil  encontrarte un futbolista, ya no digo de Primera, en un centro comercial o en un restaurante normal o tomándose una copa en un local, sin ser en un reservado. 

—¿Lo comparte?

—Sí y no. Entiendo que ahora con las redes sociales, los teléfonos móviles y demás, te pueden hacer fotos y montar un lío. Pero es que lo que hacíamos nosotros era tan natural que pienso que nos unía más a la gente. Se identificaban con nosotros. Porque ahora te veían jugando un partido y por la noche te hacían algún comentario tomando algo.

—Aquel equipo salía mucho por las noches y pagaba poco.

—(Se ríe) Era matemático. Lo que le contaba de que ahora llego y me invitan a desayunar. Eso, claro, pasaba por las noches. Y sí, aquel equipo salía mucho. Es más, le puedo decir que yo nunca salí tanto como en Coruña. Pero es que jugábamos miércoles, sábado, miércoles, sábado y ganábamos casi siempre. Y ante esos resultados... Pues es que nadie decía nada. Batimos un récord de victorias en Riazor y la gente era tan feliz que te veía de copas y en lugar de soltarte cualquier cosa inoportuna, te quería invitar. Pero, bueno, yo es cierto que salía muchísimo, pero nunca fui de beber. Algo podía, pero creo que hasta los 32 años o por ahí apenas probaba el alcohol. Ahora sí.

—Era más de comer, ¿no? Sea sincero, ¿cómo llevaba lo del peso y cuánto ha llegado a pesar?

—En el Dépor andaba por 94 o 95 kilos. Mi último año como futbolista llegué a 99. Y tras retirarme, pues alcancé los 120 kilos... (hace un silencio). Sí, es una barbaridad, lo sé. 

—¿Y los veranos cómo hacía? Llegaría siempre por encima del peso. ¿Qué le decía Irureta?

—No se enteraba (se ríe). Y si se enteraba, no decía nada. Lo engañábamos. Un año que hubo Mundial y tuvimos dos meses de vacaciones, llegué ocho kilos por encima de mi peso. No sabía dónde meterme. Hablé con los médicos y acordamos no decirle nada a Jabo. Eso sí, me comprometí a que en dos semanas estaba a tono y, oiga, clavado. En dos semanas, perfecto. 

—Con sus condiciones técnicas, ¿nunca pensó lo que hubiera sido con otra constitución física?

—Pues claro que lo pensé muchas veces. Pero después de retirarme (risas). Si lo hubiera pensado en ese momento pues, me habría cuidado más. Hubo un año en Vélez que tuve un problema en una pierna, con una infección y fiebre... Bajé muchos kilos. Cuando acabé la pretemporada estaba en 89 y qué bien me encontraba. Ese semestre estaba rompedor: fui goleador, me encontraba rapidísimo. Eso sí, solo me daba el físico para 70 o 75 minutos, pero eran minutos de calidad. Espectaculares. De todos modos, mi cuerpo también me ha servido, porque le he sacado partido. Es que más allá de la pegada o el pase, creo que lo que mejor tenía era el control, que ahí era muy rápido, y lo hacía con derecha o izquierda, indistintamente. Me encontraba muy cómodo ahí pegado al defensa y le ganaba la milésima de segundo necesaria con el control para girarme y chutar, pasar o avanzar.

—¿Su mejor gol?

—El segundo que le hice al Celta en la Copa. Fue en Riazor. El de Balaídos ya había sido bueno, pues había avanzado unos cincuenta metros y gambeteado al portero. Pero el de Riazor, en el último minuto de la prórroga. No fue excesivamente bello, pero sí muy difícil. Yo estaba mirando para los banquillos, Fran envió  un centro raso y el balón me quedaba un poco atrás. Tuve que girar todo el cuerpo pero enganché y la pelota cruzó y entró. 

—En Vigo no se olvidan de usted.

—No (sonríe). Es más, yo creo que la vez que más fuerte se coreó mi nombre en un estadio fue en Balaídos. Ni en Riazor. Fue un día, con el Mallorca. Todo el campo se puso gritar: «Turu Flores, hijo de...». No fue mucho tiempo, pero el grito era atronador.

—Entre lo mucho que le dio el fútbol está su amistad con Diego Maradona. ¿Cómo se fraguó?

—Pues por su generosidad. Cuando volvió a Boca, cada vez que lo entrevistaban en la televisión o en la radio decía que le encantaba el delantero ese joven que tenía Vélez. Luego vivía cerca de mi casa. Y, bueno, empezamos a coincidir y, claro, para mí era un ídolo. Aprendí muchísimo viéndolo. Fue mi inspiración.

—¿Era tan generoso como dicen?

—Era la generosidad en persona. Y muy agradecido. Ya era campeón del mundo y un ídolo cuando, de repente, veías que aparecía por el barrio porque algún amigo de la juventud o algún compañero estaba de cumpleaños y se presentaba allí a felicitarlo.

—Usted lució su camiseta tras ser campeón de Liga.

—Sí. Y no recuerdo qué emisora, pero nos puso en directo a los argentinos con él y nos felicitó. Luego le regalé la camiseta de aquel día, la de jugar y un día salió en unas imágenes jugando con ella en un partido en Uruguay. 

—Emocionante, ¿no?

—Sí, pero para emocionante un partido en la Bombonera. Estábamos en el calentamiento, esperando a que Boca saltara al campo. Lo normal es que él, como capitán, saliera de primero y fueran hacia el centro del campo. Así que  yo, poco a poco, me fui acercando al centro del campo, disimuladamente, mientras calentaba para estar allí y pedirle la camiseta antes que nadie. En ese momento, salen del vestuario y él arranca y avanza el paso, viene hacia mí y me dice: «Tanque, guárdame la camiseta al acabar el partido eh. No te olvides». De verdad que estuve quince minutos despistado. Empezó el partido y no me enteraba de nada, hasta que un compañero me dijo: «Espabila de una vez y ya pensarás luego en la camiseta».

—¿Cree que tras su fallecimiento prevaleció lo bueno a lo malo?

—Creo que sí. Futbolistas de todo el mundo lo homenajearon y aficiones. Él tenía sus cosas, él mismo las reconoció. Pero no podían empañar lo que fue y lo que significó. No solo como futbolista.

—¿Alguna vez en una de esas charlas que mantuvo con él le llegó a preguntar cómo cayó en esa vida?

—Si él era el primero que reconocía que se había equivocado, pero era superior a él. Nunca le dije nada, ni delante de mí se habló del tema más allá de que él comentara algo. Los amigos apoyan, no hurgan en la herida.