Así es Oksana Chusovítina, la gimnasta que aceptó ser alemana para curar a su hijo de cáncer

Iván Antelo REDACCIÓN

DEPORTES

LINDSEY WASSON

La uzbeka se despide exhausta y entre lágrimas en Tokio 2020, a los 46 años, tras ocho Juegos Olímpicos y una historia de película

25 jul 2021 . Actualizado a las 22:44 h.

Poco después de que Simone Biles acaparase los focos de Tokio 2020 con sus saltos imposibles, una gimnasta uzbeka eclipsó a la crac estadounidense. Competía en el grupo mixto, tan solo participaba en salto, y era la última de su grupo. Encaró la calle y saltó. Repitió intento. No fue una actuación brillante. Sí meritoria, porque pocas con su edad serían capaz de moverse así en un pabellón. Ella misma dijo adiós a las cámaras antes de conocer la nota. Sabía que no era merecedora de meterse en la final. Pero el pabellón se puso a sus pies. Los técnicos y deportistas que allí estaban, pues la pandemia impidió una ovación antológica del público. Todos querían saludarla. Felicitarla. Y ella lloraba emocionada, poniendo la piel de gallina a todo aquel que seguía la competición por televisión. Era la forma de retirarse que había elegido Oksana Chusovítina. Una leyenda que a sus 46 años había conseguido participar en sus octavos Juegos Olímpicos, en un deporte, además, en el que con 25 ya eres mayor. Oksana Chusovítina (Bujará, Uzbekistán, 19 de junio de 1975) se va dejando detrás de sí una historia de película.

Sus inicios se remontan a la época de la descomposición soviética. Comenzó compitiendo para la URSS y le dio dos medallas olímpicas al equipo unificado ruso que participó en Barcelona 92, meses después de que su Uzbekistán natal hubiese alcanzado la independencia. Pudo al fin representar a su país en Atlanta 1996, aunque en 1999, un año antes de Sídney 2000, fue madre de un niño, Alisher, al que le diagnosticaron leucemia en el 2002, con apenas tres años de edad. Así comenzó su otra desesperada lucha, la de salvar a su vástago. Fue a Atenas 2004 con la cabeza en otro lado y decidió dejarlo para centrarse en Alisher.

Tanto ella como su su marido, el luchador Bajodir Kurbanov (también fue olímpico en 1996 y en el 2000) se mudaron entonces a Alemania (a Colonia) buscando mejores médicos. La leucemia de Alisher avanzaba y urgía cambiar el tratamiento. Precisamente para sufragar los gastos médicos de su hijo, muy costosos (ni la lucha ni la gimnasia le habían permitido grandes ahorros a esta pareja desesperada), volvió a la competición, aceptando la oferta de la federación alemana para que fuese su estrella y guiase a las más jóvenes del país teutón.

Se nacionalizó y le dio resultados a Alemania desde el primer minuto. Regresó y fue plata en Pekín 2008 en el concurso de salto y tras Londres 2012 anunció por segunda vez su retirada. Su hijo Alisher se había curado, gracias al avance de la ciencia y al esfuerzo de sus padres, y tocaba disfrutar de su adolescencia.

Pero Chusovítina se arrepintió. Tras el calor de la competición y el cariño recibido en Londres, quiso sacarse una espina. Tenía 37 años y no se perdonaba no haber podido darle una medalla olímpica a su verdadero país, Uzbekistán. Había ganado dos para Rusia y una para Alemania, pero nada para los suyos. Volvió a unos Juegos, en Río 2016, y también logró clasificarse para Tokio 2020, ya exhausta. Aguantó como pudo el retraso de un año motivado por la pandemia y este domingo 25 de julio, ya sí, se despidió de la gimnasia entre lágrimas, sin haberle podido dar a Uzbekistán la medalla que tanto ansiaba. Las ley de la naturaleza, aunque tarde, había podido con ella.

«Mi cuerpo y mi mente lo sienten y sé por primera vez en mi vida que es hora de que me vaya», reconoció en la revista Inside Gymnastics Magazine. Se va una leyenda. No la más grande por sus éxitos. Pero sí posiblemente la más querida. Oksana Chusovítina. Una madre coraje. Una gimnasta con mayúsculas.