En la gala de entrega del Balón de Oro vivimos momentos de emoción extrema. Por ejemplo, la insoportable intriga de saber quién se llevaría el premio Lev Yashin al mejor portero. Lo ganó Alisson, del Liverpool y, por otra parte, el único de los candidatos a guardameta de la temporada que estaba entre los finalistas —junto a los Messi, Cristiano, Mané, Salah y compañía— al premio gordo. Un golpe de timón de maestro hubiese sido dárselo a Kepa, que tenía cara de no entender aún por qué había tirado el dinero alquilando el esmoquin.
Hay que justificar hora y media de gala. Porque el Balón de Oro es como el Comunio, que lo suele ganar el que se ficha a Messi. Todos son muy buenos, algunos una temporada ganan la Champions y por ahí se abre una grieta por la que meter a martillazos el argumento para dárselo a otro, supongo que con cierto sentimiento de culpa.
El bajito que le queda al Barcelona ha hecho el fútbol aburrido y si yo fuese el director de France Football lloraría recordando aquellos tiempos en los que los ganadores eran más malos. Sé que se dice peores, pero el concepto «más malos» pertenece al lenguaje del fútbol, que es independiente de la RAE.
Didier Drogba lo hizo bien, tiró de humor aséptico y no le pidió a Messi que bailase reguetón. Bastante hizo. Pero es que la gala sobra. Porque el día que nos demos cuenta que Messi ya no es el mejor, no será gracias a una alfombra roja.