Durante años, García desperdició parte de su talento, pero nunca dejó de buscar soluciones
10 abr 2017 . Actualizado a las 18:47 h.Sergio García acaba de despojarse del estigma de perdedor para adquirir una nueva dimensión. Una tarde del verano del 2007 el hoyo 18 de Carnoustie, uno de los más difíciles del mundo, lo convirtió en segundón. Porque después de liderar el Open Británico de principio a fin y verse con una ventaja amplia, lo perdió por un putt de menos de tres metros que paseó su bola por el borde del hoyo antes de salir escupida. El triunfo se lo birló luego Padraig Harrington en el play off. El mismo jugador irlandés le privó un año después de otro triunfo encarrilado en el Campeonato de la PGA en Oakland Hills. Así que el español pasó de fabuloso golfista en busca de su primer grande a competidor engullido por la responsabilidad de los días claves en los grand slams. Esa fama ya forma parte del pasado tras cuatro días de un repertorio completísimo por las calles del Augusta National. El destino quiso que su redención llegase en el campo con el que ha mantenido una relación más tirante. Un recorrido especial, único, que tardó años en comprender. No entendía cómo un tiro a bandera podía terminar penalizándole, o en el agua, porque en los onduladísimos greenes del paraíso del golf, lo ideal es llevar la bola a la plataforma precisa donde pueda parase. Hasta que esta semana García y Augusta se declararon amor eterno. La vida del español, de 37 años, quedará ya ligada para siempre al campo de Georgia.
Las expectativas que generó su talento y la torpeza con la que gestionó su irrupción entre la élite le enredaron durante años. Maduró a base de golpes. Niño prodigio, con un palmarés como pocos en el campo amateur, saludó el golf profesional con una actuación rotunda en el PGA de 1999. En la última vuelta discutió el título al todopoderoso Tiger Woods, con un golpe ciego a green, inverosímil, genial, desde las raíces de un árbol de la calle 16. Tan célebre como su desenfadada carrera para comprobar donde reposaba la bola tras aquel tiro imposible. Aquel torneo lo terminó segundo a un solo golpe del mesías del golf, pero García se declaró listo para hacer de futuro contrapeso de Woods. Un buen golpe de márketing: Nike contra Adidas, norteamericano contra europeo, serio contra lenguaraz... Pero el juego de García se quedó a una distancia sideral. Nueve años después de aquel golpe en Medinah, uno totalizaba 14 grandes y otro acumulaba decepciones en los desenlaces de los majors.
La frustración y un carácter inmaduro fueron alimentando diferentes salidas de tono de García. Con compañeros de partida, con espectadores, con rivales... Sobre todo, con Woods. Lo acusó de antideportivo y hasta le dirigió un comentario racista. Con gestos chabacanos como escupir dentro de un hoyo en Miami.
El suyo fue al principio un problema de altas expectativas incumplidas. La amargura por sus fiascos le llevó hasta a renunciar a su presencia en la Ryder del 2010, a la que terminó acudiendo como vicecapitán. García podía equivocarse, pero en realidad nunca dejó de ajustar su juego con un espíritu perfeccionista. Cambió la mecánica de su swing en el 2003, probó con prestigiosos instructores de putt -su gran carencia-, usó el modelo escoba durante un tiempo... Una incesante búsqueda. Un acierto.
Regularidad entre los mejores
Y aunque le faltasen los grandes, ha sido uno de los mayores talentos que ha dado el golf del inicio de siglo XXI. Llegó a ser número 2 del ránking, figuró en el top ten durante casi siete años y rindió de forma extraordinaria al abrigo de sus compañeros del equipo europeo en la Ryder Cup, con cinco títulos y un balance de 18 victorias, cinco empates y 9 derrotas.
En los grand slams la presión se fue retroalimentando durante las 73 comparecencias anteriores. Hasta que domó su temperamento y alineó todas las facetas que lo convierten en un jugador temible. Todavía más a partir de ahora. La carrera de García vuelve ahora a empezar, impulsada por una inmensa liberación.