La emoción del velocista Orlando Ortega al recibir la medalla de plata

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FABRICE COFFRINI | AFP

El atleta dedica todos sus éxitos a su abuela, que fue quien se lo llevó a correr para que dejase el boxeo

18 ago 2016 . Actualizado a las 17:06 h.

El atleta Orlando Ortega se mostró emocionado durante la entrega de su medalla de plata, conseguida en la disciplina de 110 metros valla. Con la consecución de esta medalla volvió a situar a España en el medallero de atletismo, algo que no ocurría desde el año 2004.

El deportista nació en Artemisa, Cuba en el 1991 y su vida siempre estuvo ligada al deporte. En casa todos eran deportistas. Su padre, que es también su entrenador, tiene una buena planta, herencia de sus tiempos de atleta, especialista en los 400 m vallas. Su abuelo también. Primero futbolista y después árbitro.

Pese a todo, no fueron los primeros en meterlo en la pista. Esa deuda la tiene España con su abuela, una velocista que participó con el relevo corto cubano en los Juegos Olímpicos de México 60. Un día se hartó de ver a su Orlandito empeñado en pelear con otros a través del taekwondo o el boxeo y se lo llevó a correr. Pasaban mucho ratos juntos y él siempre dice que se lo crió su abuela. Por eso lleva su nombre tatuado en el bíceps al lado de los aros olímpicos.

A su abuela dedica todos sus éxitos. «Es mi patrón, mi guía, mi todo». Ortega habla en presente porque, aunque se fue para siempre cuando aún era un niño, el recuerdo y el afecto permanecen. Ahí entró en juego su padre, que dirigió sus pasos de los 12 a los 16 años. Él lo hizo atleta, un deportista goloso para la maquinaria deportiva nacional que lo reclamó desde La Habana. Orlando dejó su Artemisa del alma y se plantó en el estadio Panamericano, cuna de tantas leyendas, para tomar las lecciones del profesor Antúnez, el técnico que forjó a Emilio Valle, Aliuska López y los campeones olímpicos Anier García (Sídney 2000) y Dayron Robles (Pekín 2008).

Allí aprendió una lección que esgrime como escudo ante los dardos de los vallistas españoles que vieron en él un intruso cuando juró la Constitución, tras recibir la nacionalización por Carta de Naturaleza, en septiembre de 2015: «Yo entrenaba con los mejores y siempre perdía con ellos. Pero observaba mucho, aprendía y me esforzaba». Sobre todo se empapó de Dayron Robles, por quien siente devoción y al que le gusta llamar hermano. «Era como estudiar un libro», recuerda.

Siempre estuvo por detrás. Hasta 2012, en una carrera en La Habana con motivo del centenario de la IAAF. Ese día Ortega corrió en 13.09 y derrotó a su ídolo. Robles también aprendió ese día una lección. Y se lo hizo saber. «Niche, dentro de la pista voy a arrancarte la cabeza; si no lo hago yo, me la arrancarás tú».

Luego vino el desencanto, los problemas con la federación, la competición que se negó a disputar y el desencuentro de 2013. Ortega viajó al Mundial de Moscú con el corazón encogido. Había decidido desertar. Durante semanas no se atrevió a decírselo a su madre. Pero al final tomó impulso y se lanzó. Ella reaccionó como todas las madres. Le dijo que lo pensara bien y que si lo tenía claro, adelante. Aquello fue definitivo.

En Moscú no pasó de las series. Su cabeza ya estaba volando hacia España. Él fue detrás. Se resguardó en Guadalajara, viejo refugio de los atletas cubanos cuando venían en verano a competir en Europa, y contactó con Alexis Sánchez, un entrenador asentado en Madrid que en su día también se escapó y sobrevivió trabajando en una azucarera y dando clases de baile. Este técnico le puso en contacto con Vicent Revert, que entonces era el presidente de la Federación de Atletismo de la Comunidad Valenciana, quien no solo le ayudó en las gestiones para solicitar la nacionalidad sino que le abrió las puertas de su casa en Ontinyent, a 84 kilómetros de Valencia.

Ortega vivió con él. Su hijo, de una edad parecida, le ayudaba a relacionarse en el pueblo. Aunque él se refugiaba encerrado en sus auriculares, que ya no escupen solo reguetón, sino que va incorporando producto nacional, como Malú o Pablo Alborán. Ahora les guarda gratitud, como al primer club que le tendió la mano, el Club Atletismo Vall d'Albaida. En su primer campeonato de España vistió la camiseta del CAVA y tras colgarse la medalla de oro grabó un vídeo de agradecimiento para ellos. Ya no le hacen falta, pues tiene una beca para vivir en la residencia Blume, en Madrid, y es uno de los destacados en los mítines de la Diamond League -el año pasado se le escapó en Zúrich por los pelos-, pero les guarda gratitud y sigue cumpliendo.

Los fines de semana sale de ese nido de deportistas y se reúne con su padre, que se ha reencontrado con su hijo después de vivir a distancia. Orlando padre trabajaba en Trinidad y Tobago como responsable del sector de velocidad, pero ya está en Madrid puliendo los detalles de este espigado vallista de 1,89 que este año ha ganado algo de volumen muscular y que destaca por su calidad técnica, su capacidad de concentración y su sentido del ritmo, un diapasón en esa prueba que combina la carrera con el paso por encima de las vallas.

Aunque él, en realidad, sería feliz durmiendo en el Bernabéu. O en Artemisa. Porque tiene a España en el corazón, pero nunca dejará de sentirse cubano. Algo que hay quien no puede entender. Pero es imposible romper los lazos familiares. Con sus cuatro hermanos pequeños, dos de cada uno de sus progenitores. Y de su madre, por supuesto, que vive en Florida desde hace siete años. Ya ha llevado el récord de España hasta los 13.04, pero su marca personal, como cubano, es de 12.94, entre los diez vallistas más rápidos de todos los tiempos.