Montmeló, un día en las carreras

Francisco Espiñeira Fandiño
Francisco Espiñeira POR *+LA VOZ

DEPORTES

fran espiñeira

Una treintena de azafatas, anónimas y consagradas, llenan de color y exuberancia el circuito

22 jun 2014 . Actualizado a las 15:33 h.

Audiencias millonarias en todo el mundo avalan el éxito de un mundial, el de motociclismo, que sobrevive a la hegemonía de los españoles gracias a un despliegue espectacular que convierte un espectáculo de unos pocos minutos en un fenómeno global. Pero detrás de los caballitos y el rugido de los motores hay un espectáculo paralelo que no se ve a través de la pequeña pantalla.

Montmeló es el paraíso de los moteros españoles. Y de los curiosos. A menos de veinte kilómetros del centro de Barcelona, su minúsculo territorio tiene un tesoro. El circuito de velocidad que genera buena parte de la actividad comercial de un enclave situado en el corazón más industrial de Cataluña, en el Besós.

Al circuito se llega por una amplia autopista de tres -y más- carriles en cada sentido en la que no es difícil hacer toda clase de locuras en el manillar. Para que el circuito pueda tragar la asistencia de casi cien mil personas vale casi de todo. Lo mismo se corta una carretera, que se da paso en dirección contraria con desgana. Los aparcamientos alternativos proliferan en cuanto aparecen los primeros pilotos por Montmeló.

Y, de repente, los poco más de tres kilómetros de curvas y contracurvas cobran vida de repente. A espaldas de la recta principal brota un poblado con sus propias reglas y varios miles de habitantes que se entienden por señas o en un extraño idioma, mezcla de inglés, italiano y español. Los desplazamientos se producen en escúter y los claxon son la orquesta del día a día. Allí hay pilotos, mecánicos, jefes de equipo, asistentes personales, aspirantes a futuras estrellas... El elenco es variopinto y convive durante casi siete meses al año en una veintena de rincones de todo el mundo.

Pero es el día de la carrera cuando el circo alcanza todo su esplendor. A los amantes del motor se les suma una fauna singular: los invitados de los patrocinadores. Y Montmeló -como cualquier otro circuito del mundo-, se convierte en un ir y venir de gente, como si de hormigas se tratase.

A las nueve de la mañana, dos horas antes de la primera carrera, ya parece hora punta. Una pulsera y una tarjeta colgada del cuello que no para de ser comprobada se convierten en el pasaporte para verlo todo a pocos metros. A las diez toca paseo por el pit lane. Los pilotos más modestos se exhiben con orgullo. Las estrellas se esconden en el box o en el motorhome. Pero los fanáticos disparan a todo lo que se mueve: pegatinas, motos, mecánicos. «¿Y ese quién es?», se oye mientras caminas entre un elenco de azafatas.

Porque ese es el otro gran atractivo del entorno de la carrera. Una treintena de azafatas llenan de color y exuberancia el circuito. Las hay anónimas y consagradas. Como Lorena van Heerde, que llegó a Miss España y que luce con destreza el mono de Estrella Galicia. «Es divertido y hay que trabajar», relata esta mujer que se reparte entre lustrosas presentaciones y los principales circuitos del mundo.

Cuando arrancan los motores, la grada disfruta en el barullo. La política apenas existe. La bandera nacional de la república del motor es el 46 azul. El número de Valentino Rossi, el rey indiscutible, que solo comparte el cariño del público con el príncipe del momento, Marc Márquez. Su parafernalia es similar a la del gran italiano seis veces campeón del mundo. Su enseña es el 93 rojo y rivaliza en sonrisa con el genio transalpino.

El himno de España atruena en el corazón de Cataluña tres veces y los pitos van subiendo decibelios. Los más ruidosos, mientras Márquez baña en cava a una azafata tras recibir el trofeo de ganador en la mejor carrera del año de manos del inefable Artur Mas. La alegría dura unas burbujas. Son las tres de la tarde y en unos segundos se esfuma el público hacia el aeropuerto. La familia del motor recobra la paz por unos minutos. Quedan doce horas para hacer la maleta hacia el siguiente destino. Assen, Holanda. Y allí todo el ciclo vuelve a comenzar. ¡Viva el espectáculo!

La vida propia del «paddock»

El paddock se mueve con vida propia. Es un gigante que se desmonta en apenas 24 horas desde que se da el banderazo de llegada al último de los pilotos. La jerarquía se respeta al límite. En torno a cuatro grandes calles, se reparten los equipos en función de las categorías y de sus clasificaciones. Los mejores pilotos tienen acceso directo a los boxes en los que se trabaja en el desarrollo de las motos. Casi todos, pilotos, mecánicos, y auxiliares de equipo, duermen en el propio circuito. «Es por comodidad, se ahorran los desplazamientos y ahora los ?motorhome? ya tienen todas las comodidades que pueden encontrar en un hotel», cuenta una de las asistentes del equipo Repsol que atiende a diario a las decenas de curiosos que buscan una foto con los pilotos. En la tercera y la cuarta fila se asientan los patrocinadores principales, con sus cocinas y sus hospitality para atender a los invitados. Todo se pliega en un suspiro. El lunes, los camiones ponen camino a Assen, en Holanda. Y allí se repite el ciclo con los mismos ingredientes. Montmeló se queda desierto. A esperar a la Fórmula 1. O a la siguiente cita motera.