La sonrisa que corrió tras la estela del Doctor dice adiós para siempre

a. bruquetas REDACCIÓN / LA VOZ

DEPORTES

Un deportista criticado en el asfalto y admirado fuera de los circuitos

24 oct 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

La mejor definición de Marco Simoncelli (Cattolica, 20 de enero de 1987 - Sepang, 23 de octubre del 2011) es que jamás dejó a nadie indiferente. A sus 24 años ya se había convertido por méritos propios en uno de los nombres más respetados del motociclismo. Sus rivales desaprobaban la forma temeraria en la que a veces pilotaba, pero todos sabían que era uno de los más rápidos sobre el asfalto. Su huella, sin embargo, tal y como ayer quedó patente, no solo quedó grabada en los circuitos. Fuera de la competición se ganó la admiración de muchos aficionados al deporte e incluso de alguno de los detractores que había conquistado en las carreras. La amabilidad con la que respondía a los fans y la sinceridad con la que afrontaba los problemas figuraban entre sus principales virtudes. Y, por su puesto, esa eterna sonrisa que también vistió en los peores momentos y que ayer se apagó para siempre.

A su manera, Simoncelli fue un niño prodigio. Su carrera, forjada en el circuito de Misano Adriático, a las puertas de su casa, comenzó a despuntar en el 2002 cuando se proclamó campeón de Europa de 125 centímetros cúbicos. Ya entonces, desde sus primeros pasos en la élite, mostró las cualidades que lo llevarían, años más tarde, a lograr un título mundial de 250 centímetros cúbicos y alcanzar la categoría reina del motociclismo: valentía y determinación.

El cuerpo a cuerpo

De hecho, desde entonces hasta ayer, jamás rehusó un cuerpo a cuerpo. Era la suerte que mejor dominaba, pero también en la que cometía los errores que estaban lastrando su progresión, que estaban generado desconfianzas acerca de las posibilidades que tendría en el futuro de coronarse como el mejor piloto del planeta.

A nadie, ni a él mismo, se le escapaba que había momentos en los que se dejaba dominar por el ímpetu, donde no lograba aflojar el gas de su moto y solía terminar por los suelos. Stoner, Pedrosa, Lorenzo, Dovizioso y Bautista habían reprobado este año su querencia por el contacto, su afición por correr a la antigua usanza. Pero él no sabía hacerlo de otra manera. Porque a Simoncelli, tanto en la pista como en la calle, le faltaban matemáticas y le sobraba corazón.

En los momentos complicados solo encontró el consuelo de su admirado e íntimo amigo Valentino Rossi, el Doctor. Ambos crecieron juntos, ya que habían nacido en localidades separadas por apenas 10 kilómetros, y juntos realizaban sesiones de entrenamientos en el trazado de Misano Adriático. En Italia, muchos creyeron ver en Simoncelli el relevo del gran campeón y esa marca de eterno aspirante empezaba a pesar sobre los hombros de un piloto que, de todos modos, no había parado de crecer. El destino quiso que uno de los implicados en el accidente que le costó la vida fuese precisamente Rossi, a quien quería, a quien debía suceder.