El apóstol del juego limpio que Corea convirtió en mito

DEPORTES

12 feb 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

Si Luiz Felipe Scolari (Passo Fundo, Brasil, 1948) leía al vestuario El arte de la guerra, de Sun Tzu; Guus Hiddink (Varsseveld, Holanda, 1946) viene en son de paz. Para demostrarlo, se columpió horas antes de sustituir al brasileño con una declaración de amor a su futuro jefe: «Mi fichaje por el Chelsea no es una cuestión de dinero; no tengo intención ni de firmar un contrato porque Abramóvich es mi amigo». Acto seguido, se convirtió, con dos sueldos sufragados por el ruso, en el técnico mejor pagado del mundo.

Ya pocas cosas sorprenden en la vida de este holandés errante que iba para granjero y huyó hacia el fútbol. Como jugador, no salió de Holanda y vistió solo tres camisetas (eso sí, la del De Graafschap, en tres etapas diferentes), pero como técnico vivió en siete países. Fue capaz de dirigir al Real Madrid (campeón de Europa e Intercontinental, tuvo los arrestos para ceder a Samuel Eto'o), Betis y Valencia en España, y a selecciones como la surcoreana, la australiana o la rusa. Hubo un tiempo en el que el fútbol le veía como el gran apagafuegos a nivel mundial. O sea, un Milutinovic (México, Costa Rica, Estados Unidos, Nigeria y China), pero en bueno.

En Corea, fue el clímax. Le concedieron la nacionalidad, daba charlas de liderazgo a los políticos, las agencias vendían viajes a su pueblo natal. En Rusia, Arshavin eclosionó al calor de Hiddink, un técnico tachado de blandengue que se encontrará un vestuario a punto de reventar tras el paso de Scolari por el oeste de Londres.

Amante del vino, del golf, de las motocicletas y del jogo bonito, ejerce tácticamente y las hechuras de sus selecciones menores en los últimos campeonatos son más que meritorias. Una de las claves es su habilidad para motivar grupos abatidos, al principio como más mano dura que palabrería, lo que le valió el mote de General, que se fue diluyendo con los años. Fue entonces cuando el australiano Mark Viduka dijo aquello de «parecíamos marines a punto de ir a la guerra».

Pero, en realidad, Hiddink no comulga demasiado con el belicismo. Antes de un Valencia-Albacete, ordenó retirar una bandera nazi de la grada bajo amenaza de no jugar el partido. Hizo honor así a los principios de su padre, que en la Segunda Guerra Mundial había protegido a los judíos perseguidos.

Abanderado del juego limpio, sufrió en la repesca del Mundial 2006 porque Uruguay le montó una serenata en el hotel y en el vestuario australiano (rociado con un producto irritante) no había agua caliente.