
In memorian a Alberto González-Alegre
04 jul 2025 . Actualizado a las 09:30 h.¡Ahora empieza la música!, con esta frase, ya ritualizada como declaración de oráculo, dábamos comienzo a los montajes de todas las exposiciones que realizamos juntos; Alberto pronunciaba el conjuro y entonces sí, después de todos los áridos trámites institucionales y burocráticos, después de todas las inquietudes y posibles incidencias, entonces sí, empezaba el baile, se abría un territorio de goce y disfrute, un juego feroz en el que solo participan dos contendientes: las obras y el espacio, mientras artistas y comisarios tratábamos de acompasar nuestros pasos a esa danza.
Por alguna razón, en el momento en que me llega la noticia de su desaparición, de entre todas las vivencias y aventuras compartidas, la primera imagen que se me presenta es ese instante luminoso y de pura expectativa en el que todo está todavía a punto de suceder.
Alberto González-Alegre ha sido mi maestro en tantas cosas que no alcanzaría el espacio de estas líneas para siquiera enumerarlas. Durante varias décadas lo ha sido todo en el universo del arte contemporáneo en nuestra comunidad. Incontables son los artistas que podrían relatar como, cuando estaban arrancando sus carreras, fue Alberto el crítico que se acercó a su taller, prestó atención a las obras y se encargó del texto de su primera exposición de cierto calado. Todos harán el mismo relato: la generosidad desinteresada con que ponía a nuestra disposición su conocimiento del arte, su inteligencia, su intuición y, por añadidura, su infatigable y contagioso entusiasmo. Así fue también como nos conocimos.
Crítico, comisario de memorables exposiciones, ensayista con alma de poeta, director de la Fundación Luis Seoane, educador, historiador del arte ..., Alberto lo fue todo, decíamos, y en cada una de sus actividades ha dejado un reguero de agradecimientos y emocionado recuerdo. El devenir del arte contemporáneo en Galicia en las últimas décadas, no se puede entender sin su presencia, sin su capacidad de síntesis, sin su mirada certera, sin la pasión que derrochaba en cada proyecto.
En este momento de despedida, pienso en todos los años que hemos pasado trabajando juntos, y una imagen y una lección se imponen sobre el torbellino de recuerdos que acuden en perfecto desorden. En la imagen nos veo de nuevo recorriendo Galicia, en coche, en autobús, o en tren, conversando animadamente acerca del proyecto en marcha, gozosamente entusiasmados, camino del taller de algún artista al que habríamos implicado, tomando notas y ordenando ideas; saboreando por anticipado el encuentro con unas obras que pronto nos iban a hacer vibrar de emoción y conocimiento compartido.
De la mano de esta imagen viene también la idea, la mejor lección que nos ha dejado Alberto González-Alegre: el arte vale la pena. Vale la pena dedicar al arte la vida entera, porque las prácticas artísticas no son otra cosa que el crisol en que se funden todas las esperanzas y todos los anhelos, las productoras del material sensible que conforma el ADN de una comunidad, el conjunto de procedimientos que siembra de señales el imaginario colectivo y proporciona a cada miembro de esa sociedad instrumentos para experimentar su propio lugar en el mundo. Esa es la lección de Alberto: el arte importa, es lo mejor que tenemos; y en cada exposición que planificábamos sabíamos que estábamos jugando con ese fuego.
Hasta la vista, querido amigo. Siempre supe que algún día me tocaría escribir tu obituario, espero haberte hecho sonreír con mis lisonjas.
¡Ahora empieza la música!