El brillante repertorio de Ryan Adams se hizo sitio entre el delirio y la bronca

Javier Becerra
javier becerra REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Ryan Adams en el inicio de su actuación en A Coruña
Ryan Adams en el inicio de su actuación en A Coruña EDUARDO PEREZ

El debut del americano en Galicia dejó una agridulce sensación en un público a veces desconcertado, a veces enamorado y otras directamente indignado por su actuación

31 mar 2025 . Actualizado a las 16:55 h.

Preguntaba el referencial crítico musical Ignacio Juliá en sus redes sociales: «¿Extraordinario espectáculo de sinceridad o flagrante tomadura de pelo?». Se refería al recital ofrecido en Barcelona, que precedía al de A Coruña del domingo. Desde la butaca de este segundo concierto, parecía que tal interrogante resultaba fuera de lugar. Quizá había tenido un día errado en Cataluña, porque en el Palacio de la Ópera el otrora roquero desaliñado y cool —convertido ahora en una especie de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor— moldeaba magia sonora. Incluso, convirtiendo la frialdad del recinto en algo íntimo y cálido. Con alfombras y lamparitas, interpretaba con delicadeza las piezas de Heartbreaker, disco cuyo 25.º aniversario centra su actual gira.

Adams, que sigue cantando espléndidamente bien, hacía respirar las canciones, sosteniendo holgadamente el bolo con una simple guitarra acústica de inicio. Les imprimía pausas, jugaba con los silencios y dejaba que florecieran hermosos dibujos como el de Amy, que auguraban una gran noche. Pero, de pronto, hizo un amago de hablar. Luego paró, como queriéndose contener. Y, desgraciadamente, volvió. Soltó un rollo sobre cómo se conocieron sus padres para introducir Shakedown on 9th Street y ahí el concierto empezó a dispersarse, sin volver a encontrar la tensión que una actuación debe tener para que audiencia y artista sincronicen sus latidos.

Primero fueron risas, con sus ocurrencias. También con interpretaciones magníficas (como la de Oh My Sweet Carolina) y otras sorprendentes (ese Bartering Lines, convirtiendo a sus pipas en una banda, a lo Neil Young). Pero pronto llegó el mal rollo de verdad. Y el desconcierto. Una persona tosió. Adams detuvo todo, pidió que trajeran una botella de agua y que se la hicieran llegar. Luego, otro estaba mirando el teléfono y le cayó un rapapolvos de esos que, por muy fan y anti móvil que seas, cuesta ponerse del lado del músico. Repasó el disco completo y decidió hacer un descanso. Para entonces, parte del público había abandonado el recinto.

EDUARDO PEREZ

Al volver no mejoraron las cosas. Aguardando en el escenario a que la gente se sentase, como un profesor en un aula, siguió con su delirio particular. Se acostó en el suelo, hablando sin micro y prosiguió con esa actitud errática. Sin embargo —y eso parece realmente increíble en un contexto tal—, algunas interpretaciones seguían siendo brillantes. Preciosa Gimme Something Good, por ejemplo. Otras resultaron horripilantes, como esa versión eléctrica de I'm Waiting for the Man que parecía no haber tenido ni un ensayo previo. Y aunque temas como Dear Chicago o Desire se recibían con pequeños arranques de entusiasmo, que pronto se apagaban, a esas alturas de actuación ya quedaba claro que lo único que se podía hacer en un bolo así era accionar la desbrozadora mental, eliminando toda la maleza para poder llegar a las canciones. Porque las había enormes, como esa When the Stars Go Blue. Mientras sonaba, bellísima, hacía que casi te olvidaras de todo lo anterior.

Pero no. Hubo que montarla una vez más antes de la despedida. Esta vez por ver un flash rojo de las últimas filas. Ocurrió antes de tocar Come Pick Me Up y abandonar definitivamente el escenario. Cierto es que algunos sentimos una especie de alivio final al dar por concluida una experiencia incómoda y gratificante (cada uno decidirá en qué porcentaje) para la cual aún no se ha inventado el adjetivo adecuado. Normal, por tanto, el interrogante del maestro Juliá para definir algo así.