Fernando Aramburu: «Cada vez que abordo nueva novela me planteo cómo sacar de quicio a otros»

María Viñas Sanmartín
MARÍA VIÑAS MADRID / LA VOZ

CULTURA

El escritor Fernando Aramburu posa en la presentación de su novela ‘Hijos de la fábula’, en el Círculo de Bellas Artes
El escritor Fernando Aramburu posa en la presentación de su novela ‘Hijos de la fábula’, en el Círculo de Bellas Artes Ricardo Rubio

El escritor vuelve a ETA con «Hijos de la fábula» para caricaturizar el final de la banda armada

02 feb 2023 . Actualizado a las 17:43 h.

Aprieta el frío de enero en Madrid, pero por la ventana de la quinta planta del Círculo de Bellas Artes entra tanta luz que bien podría ser verano, qué surtidor de luz este cielo. Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) irrumpe en la sala, abotonado hasta la nuez y boina calada, e inmediatamente regresa el presente, un ejercicio, el de atornillar a un momento y a un lugar, al que el escritor le ha cogido el gusto y que, visto el balance de sus seis últimos años, no parece dársele mal; de hecho, cree que ahí radica el secreto de su éxito, en trasladar al lector a un tiempo y a un espacio que conoce de primera mano. Costumbrismo no, aclara; más bien contar cosas de personas corrientes que hablan como hablaba su familia, que actúan como actuaban sus paisanos. Precisamente a ellos regresa en su nueva novela tras el tsunami que supuso Patria y los relatos de Los peces de la amargura, que fueron antes, que pusieron los cimientos. Entremedias, se tomó un descanso con Los Vencejos (Tusquets, 2021), una historia sórdida sobre un tipo machista que termina resultando indigesta.

En esta serie de «gentes vascas», la de Aramburu es una versión de parte —como todas— que le sitúa en las antípodas de los tibios, los que no se mojan. Aquí incluso va un paso más, desafiando lo políticamente correcto: Hijos de la fábula, desde ayer en librerías, caricaturiza al terrorista; directamente se ríe de él, de su esperpéntica empresa, de lo en bragas que se queda cuando se le despoja de épica. «Creo que hay algo perverso en mí —comenta, dándole vueltas al asunto—. Cada vez que abordo una nueva novela me planteo efectivamente la posibilidad de sacar de quicio a otros y, a veces, acabo metiéndome en estanques llenos de caimanes». No lo suelta apocadamente. Sonríe, hinchando el pecho. «Yo ya sé de antemano que me van a poner a caldo, para muchos de mis paisanos soy un tocapelotas».

Dicen que la comedia es tragedia más tiempo, pero ¿cuánto tiempo? ¿Cuánto hay que esperar para que el chiste no duela, para que la insolencia desanude la risa? ¿Podemos hacer bromas ya con el terrorismo? Lo cierto es que Aramburu concibió de manera simultánea Patria e Hijos de la fábula. Parió primero la más grave, un monumental novelón de 600 página sobre el conflicto vasco y la dictadura del miedo impuesta por ETA que le valió el Premio Nacional de Narrativa y más de un millón de lectores. Seis años después y once del cese de la actividad armada de la banda, se lanza a romper el hielo con «la historia de dos jóvenes radicalizados en sus respectivos pueblos y con la cabeza llena de ideología, deseosos de gloria y de seguir el ideal de su patria», que deciden ingresar en ETA justo cuando las luces de la fiesta ya se han encendido. Aramburu recuerda perfectamente aquel día: «Era jueves, me enteré a través de Internet. Recuerdo que estaba bastante activo en Twitter y me permití una broma, reproduciendo la famosa cita del diario de Kafka: "Ha estallado la guerra, por la tarde, clase de natación"». Evoca también que en aquel momento pensó si todos los miembros de la banda estarían de acuerdo con la decisión. Qué pasaría si una célula con cuatro pistolas optase por seguir adelante de manera independiente. «Los escritores tenemos el mandato íntimo de responder a este tipo de preguntas que nos hacemos», explica.

Y así, tirando de este hilo, empezó a desenrollar carrete. Con los protagonistas colgados en una granja avícola de Francia y dispuestos a continuar su particular lucha por su cuenta, la novela ya parte de una situación de absurdo inicial. No tienen experiencia, ni dinero, ni armas, pero tienen mucha ilusión. «A partir de ahí, hay un desarrollo narrativo humorístico que resulta lógico —señala—. No hace falta contar chistes, porque ya toda la situación en sí es disparatada y lo que genera humor es la obsesión por ser racionales». «De hecho, creo que es un drama que hace sonreír —observa—. Salvo a los aludidos, cosa que no me preocupa en absoluto».

Convencido de que es «un ejercicio sano» satirizar el totalitarismo, la tiranía, la injusticia y la violencia, Aramburu confiesa un particular filtro moral: causar daño en su texto a quien ya ha sufrido. Este, ni siquiera menciona a las víctimas. Ni rastro de ellas.

«No hay ninguna frase en este libro con más de un verbo»

Revela Aramburu que en cada una de sus novelas afronta de manera deliberada algún tipo de dificultad técnica, una suerte de experimento que, cree, le dará al texto esa personalidad propia que cada historia debe tener. Se esfuerza por buscarla, incluso por forzarla, y la cambia de libro en libro, confiesa. «En este he tenido grandes dificultades para escribir aparentemente sencillo —admite—. Inventé una técnica que me llevó por la calle de la amargura. No hay ninguna frase en el libro con más de un verbo. Es muy difícil, pero creo que hay que escribir con el freno echado. Tampoco quería que consistiera en una sucesión interminable de telegramas, así que cambiaba los tiempos verbales, los sujetos, inventaba recursos que sustituyesen a las frases subordinadas, como las preguntas, algo que llevo aplicando ya en varias de mis obras». Expone que, de esta manera, el texto también interviene, preguntando. «Todo este juego de artesanía me gusta mucho, y lo ofrezco siempre, guste o no, se acepte o no —zanja—. No me siento a escribir una historia y ya está. En mis libros hay un trabajo artesanal con la lengua que es determinante en lo que yo hago. El lenguaje es para mí un juguete».

Nada es, por tanto, casual en la escritura del autor vasco, que pinta tan ligera, tan excesivamente coloquial. Tampoco en sus intenciones. Para tratar la lucha política violenta con ligereza, Aramburu se entrenó lo mejor que pudo a base de clásicos. Partía de una cabeza amueblada con la picaresca española, a la que sumó a Beckett y a Kafka. «Tuve muy en cuenta El gran dictador de Chaplin, que con gran habilidad se mofa de Hitler —explica—. También, el clásico de la literatura checa, Las aventuras del buen soldado Svej, una desmitificación antibelicista de la Primera Guerra Mundial; y por supuesto Esperando a Godot». A él remiten estos dos chavales que están no saben muy bien donde, esperando no saben muy bien qué. Que esperan algo grande que no saben qué es.