Así es «La entrega», el corto gallego nominado al Goya: «En cuanto empiezas a olvidar tus recuerdos, ¿qué te queda?»

Tamara Montero
Tamara Montero SANTIAGO / LA VOZ

CULTURA

El actor Ramón Barea, que interpreta a Armando, durante el rodaje del cortometraje «La entrega».
El actor Ramón Barea, que interpreta a Armando, durante el rodaje del cortometraje «La entrega».

Pedro Díaz y Fran Carballal hablan de soledad y aislamiento en un mundo hiperconectado a través de la historia de Armando y el repartidor que le lleva los paquetes que le envía su hijo

11 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay historias que deben contarse empezando por el final, porque es como cobran sentido. Armando encara a sus 80 años un ocaso para el que ha tomado una decisión firme: vivir de puertas para adentro. Y sin embargo, por mucho empeño que se ponga, siempre hay alguien que viene a tocar el timbre. 

Esta es una de esas historias que se cuentan al revés. Hace ocho años a Fran Carballal se le quedó enredada en el pelo una imagen. La última que cruza el umbral de una película de 24 minutos que despliega una vida entera. En realidad, dos. O incluso tres. Quizá hasta cinco. O millones, porque es una historia, en el fondo, universal. La ironía es que la incomunicación, casi siempre, impide ver que el problema no es individual, sino colectivo. 

Junto a Pedro Díaz, Carballal fue tirando de ese hilo enmarañado en la cabeza, una idea que parecía vaga, casi volátil, en la tormenta de temas que ambos se lanzaban para hacer una película. Y entonces nació La entrega, un cortometraje que entre los dos han tallado con infinitos ángulos, a base de pinceladas y de bosquejos que acaban conformando, unidos, un retrato de sumo realismo. Y que está nominado a los Premios Goya.

«Es curioso, porque una vez el corto ha funcionado han sido temáticas que han dado mucho que hablar y en las que hemos encontrado muchas capas y mucha conversación»: el aislamiento, la soledad, la brutal incomunicación en una sociedad hiperconectada, la economía de cuidados, un sistema productivo que impide estar presentes para los más allegados. La economía salvaje del capitalismo tardío. La brecha digital, una sociedad que infantiliza a los mayores. La España vaciada.

Pedro Díaz se toca el pelo y por un instante parece querer tirar de ese hilo enredado tanto tiempo, desde su infancia en Proupín, una aldea de Ames en la que cada mañana se cruzaba con el señor David, o la señora Lola. Es curioso, sí. Porque quiénes eran realmente aquellos mayores lo aprendió cuando dejó de recibir (y dar) los buenos días. «Empecé a saber las historias de la gente mayor cuando ya estaba muerta». Quiénes eran sus hijos, cuál había sido su recorrido vital. Si en alguna de aquellas mentes empezaban también a desvanecerse la partitura y la letra de un bolero.

Armando (interpretado por Ramón Barea) vive de recuerdos, pero los recuerdos se han cansado de vivir con él. Empiezan a irse por una puerta que solo se abre cuando a ella toca el rider (Ferran Vilajosana), que, en la treintena, vive esclavizado por una de esas aplicaciones feroces. 

Ese acto aparentemente banal, cotidiano, casi automático, ese timbrar que ha sido el germen de La entrega (porque nació como un modo de sacar de su encierro historias que nunca se cuentan porque nadie llama a la puerta), ese acto, entraña muchísimas lecturas. Algunas muy conscientes, como la soledad y el aislamiento. Otras, sublimadas, como la de la ruptura entre en entorno rural y el urbano. 

«Posiblemente esté ahí, pero de una manera inconsciente», reconoce el director. Armando vive en un área metropolitana, un entorno que es más bien rural, pero conectado con una carretera principal. Eso es lo que permite que llegue el rider. 

«Nos costó encontrar la localización, porque yo pensaba en esos pueblos que están alrededor de una carretera, que muchas veces incluso dificulta la relación», porque el tráfico impide conectar con quien vive enfrente. Una ironía, la de que una vía de comunicación como una carretera produzca aislamiento, que se repite también con la tecnología: en la sociedad más hiperconectada de la historia de la humanidad, la soledad también crece.

«Armando es una persona que vive anclada en su pasado y su soledad. Que vive detrás de unas puertas y unos muros infranqueables». O no. Porque aparece una grieta en forma de repartidor. En forma de portátil que le enseña a usar. Y la grieta acaba convirtiéndose en una falla que hace tambalear los muros. Que deja pasar el aire. «Acaba dándose una oportunidad cuando pensaba que ya nada tenía que darle el mundo y su presente».

Armando cree que el mundo ya no tiene nada que darle. Pero quizá la reflexión debería ser que el mundo, la sociedad, ha decidido que Armando ya no le es útil y lo expulsa. La marginación de la población mayor, la infantilización y la condescendencia hacia la tercera edad es otro de los cabos que lanza La entrega, el de la población que vive en los márgenes: «Parece que si no sabes manejar un ordenador, si no tienes Internet en casa, estás fuera de la sociedad». A veces ni siquiera sacar dinero en efectivo

Pero como la carretera cerca de la que vive Armando, esta es una vía de doble sentido. Y el rider también cuenta una historia. La de un joven que encuentra en el hombre gruñón que abre la puerta un compañero. Que lo vuelve humano después de tanto tiempo siendo deshumanizado, apenas una herramienta que usan las personas para recibir objetos en la puerta de su casa. 

«Cuando pensaba que era un esclavo de la aplicación, cuando pensaba que su único contacto con el entorno es entregar un paquete a alguien que ni lo mira a la cara, encuentra a un hombre huraño al que le es útil», explica Pedro Díaz. Pero la misma tecnología que también relega al rider a los márgenes —«nuestro personaje se llama rider, no tiene nombre porque un rider es eso, un rider, no pensamos que se llama Juan y solo tenemos relación con el por una app»— es la que permite reconectar a Armando. 

«El problema no es la tecnología, sino el uso que le des. La tecnología es una herramienta maravillosa que hay que abrazar, pero también hay que saber usar», explica el director. La entrega habla de que un ordenador es una oportunidad para una persona de 80 años para reconectar con el mundo. Con sus recuerdos, con la música que a lo mejor hacía muchos años que no podía escuchar. Con el bolero que empezaba a irse también por la puerta. 

«En cuanto empiezas a olvidar tus recuerdos, ¿qué te queda?». Quizá el recuerdo más poderoso de Armando es esa canción, que lo ancla a un momento de su vida más feliz. Junto a Alberto Torres, compositor de la banda sonora, hablaron que de paradójicamente, al personaje en algún momento de su vida le habría gustado viajar con su mujer. Y surgió la idea de un bolero latino que canta Zenet. 

Ese juego de ausencias vuelve si cabe más presentes a quienes no están. Como el hijo de Armando, ese que manda los paquetes. «Hay una desconexión clara entre padre e hijo» y mientras el padre decide descolgar el teléfono para dejar de oírlo, el hijo tiene que hacerse cargo de un padre que tiene un trauma que le impide salir de casa. 

«Decidimos tratarlo desde la ausencia porque nuestra generación se ha visto obligada muchas veces a alejarse mucho de la casa de nuestros padres y tenemos este dilema: tu trabajo está en un lugar que te impide el cuidado de tus familiares». Ser hijo, pero desde la ausencia. 

El triángulo Armando-hijo-rider engloba, desde la cotidianidad, una reflexión profunda sobre el sistema productivo. Se genera una economía de cuidados y en este caso es un rider que se encarga de llevar siempre los paquetes a Armando, pero podría ser un servicio de ayuda en el hogar. Y se contesta la narrativa: a veces quien no cuida no es porque no quiere. Es porque no puede. «Y por eso los cuidados se trabajan desde la ausencia».

Desde la ausencia y fuera de la mirada condescendiente. Huyendo de la infantilización, de la tutela continua a la que a veces se somete a las personas mayores. Armando toma decisiones y esas decisiones hay que respetarlas. «Podría ser una persona de 40 años, que es huraña, que puede tener un problema de salud mental, que no quiere conocer a nadie».

Armando recibe ayuda del rider, pero también habría que preguntarse cuánta ayuda recibe el rider de Armando. «El rider llega un momento que rechaza los pedidos, que no quiere irse». Armando no sale, pero el rider siempre se queda en el umbral. Nunca entra a las casas. Se genera una relación afectiva «desde la masculinidad, porque es para lo que nos sentíamos más legitimados. Para hacer un estudio de nosotros mismos».

Por eso el rider es un hombre de su misma generación. «Es una persona en la treintena que debería estar en el cénit de su carrera y se ve abocado a que su mejor amigo sea un señor huraño de 80 años». Interpela. «Que ese rider hubiera sido yo es un golpe de suerte, una llamada de teléfono hace unos años que te dé una oportunidad de trabajo». 

Esa llamada los ha llevado a la carrera por el Goya.