José Saramago, una lectura centenaria

Brais Suárez
Brais suárez OPORTO / E. LA VOZ

CULTURA

Brais Suárez

Homenajes en todo el mundo celebran el siglo que cumpliría el nobel luso

17 nov 2022 . Actualizado a las 09:11 h.

No hacen falta excusas para celebrar a José de Sousa Saramago (Azinhaga, 1922), pero cualquier motivo es válido. Su centenario es una razón como otra cualquiera para homenajearlo en Portugal, pero también debería serlo en todo el planeta, pues no solo la personalidad de su país sino también la identidad de los humanos se ven honradas en las páginas que escribió este hombre que se definía a sí mismo como «un escritor de mundo».

Por eso es simbólico que este 16 de noviembre, como celebración de los cien años de su nacimiento, alumnos portugueses, españoles y de otros países se concentraran en los textos de un autor que va más allá de un tiempo o un lugar. Es también simbólico, pero no tan casual que el evento que ayer recorrió centenares de escuelas y organizaciones se llamara Lecturas Centenarias; centenarias en cuanto al siglo que Saramago cumpliría descifrando a las personas, y centenarias también en ese sentido más amplio del término, de connotaciones épicas y, paradójicamente, atemporales.

Recorriendo todos esos pueblos de su Viaje a Portugal, el pasajero (o lector) siente el peso de la tradición y personalidad lusas, pero también encuentra algo esencialmente íntimo y global que traslucen los detalles y los diálogos. Como saltando del calor llameante del Alentejo al océano bravo de Nazaré, el autor fluye de lo particular a lo universal en volúmenes que se pueden leer en clave de mitos, como por ejemplo El viaje del elefante o Ensayo sobre la ceguera. Si lo pequeño y lo grande, o lo portugués y lo global, o la ceguera y la lucidez se definen por contraposición, también lo humano y lo inhumano se yerguen en una lucha angustiosa y optimista por descubrirse, por saber. Dialéctica de sentimientos e ideas, pero también de estilos que intercalan el humor y la ironía con lo solemne y lo incontestable.

Distintos géneros artísticos

Esta versatilidad no es más que el caleidoscopio de las formas de expresión humanas, que durante estos actos del centenario cristalizó en Portugal distintos géneros artísticos: la lectura continuada con pasajes musicales de As pequenas memorias en la sede de la Fundación José Saramago en Lisboa, o el regreso a los escenarios de la ópera Blimunda, que el compositor italiano Azio Corghi convirtió en libreto a partir de la novela Memorial del convento. También en el ciclo que hoy se clausura en la Cinemateca de Lisboa con películas sobre la figura del escritor o basadas en sus obras. Música, ópera, cine, teatro y cómics todavía beben de la estela incombustible de Saramago. Para reconocer estas raíces que ofrece el escritor portugués, o quizá las raíces que Saramago encontró en Portugal, el acto más simbólico del centenario consistió en culminar la plantación de cien olivos en su Azinhaga do Ribatejo natal, clavada en el corazón del país. Cien árboles que arraigan en la cultura popular a los personajes saramaguianos que les dan nombre.

Esta herencia se manifiesta también en las reediciones de su obra, que vuelven con más fuerza que nunca por todo el mundo, o también en el Premio Literario José Saramago que sigue avivando las letras lusófonas. Todos estos actos puntuales enfatizan la huella de José Saramago, pero en absoluto exageran sus habituales apariciones en cualquier cabecera de prensa varias veces al año o su omnipresencia en las estanterías principales de la librería más remota de Portugal. Porque, de hecho, sus libros están situados en el pasado, en el futuro o en un tiempo indefinido, pero le sirven al lector actual para comprender guerras, pandemias o dramas que no son más que ínfimos incidentes en la historia. Como expresaba su viuda, la escritora y periodista española Pilar del Río, la obra de Saramago sigue «viva y es necesaria». Él nos devuelve la perspectiva sobre lo tremendo y a la vez efímero que hay en todo.

Las dualidades encajan con este autor que cometió la temeridad, en su desafío a lo ceremonioso, de ponerse a escribir con constancia a los 53 años y ganar el Premio Nobel dos décadas después, en 1998, algo que casi parece un antojo o una burla, pero que en el fondo define mejor que nada la pulsión irreprimbible de unos libros sinceros, sin nada impostado.