Carlos Vermut explora deseos prohibidos en la excelente «Mantícora»

Jose Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

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Su filme trata la pederastia como deseo reprimido

07 oct 2022 . Actualizado a las 19:25 h.

Carlos Vermut es lo más parecido a un golden boy que posee el cine español. Nacido como debutante de culto con Diamond Flash, se propulsó a la esfera internacional con la formidable Magical Girl, que ganó todo en San Sebastián y se vio en todo el mundo. Aunque su tercer largo, Quién te cantará, que a mí me parece magnético, resultase incomprendido, a Vermut se le espera como uno de los nombres de nuestra industria llamado a cometidos mayores. No sé si es cierta en su integridad la peripecia vivida por Mantícora a lo largo de este año de festivales. Se cuenta que rechazó la sección Panorama de la Berlinale porque estaba casi dentro del gotha de la lucha por la Palma de Oro en Cannes. Y que se quedó fuera de la Croisette en el fatídico last minute. También parece que en Venecia la deseaban. Pero que, a la vista del tema central de la película ?la pederastia como deseo reprimido- desde la Mostra pedían no se qué diablos de explicaciones autorales sobre las intenciones de su obra. Si es verdad que Vermut y su productor se negaron a pasar por ese tribunal de la Inquisición hicieron lo que éticamente debían. Y participar en San Sebastián para quien ya ha ganado allí la Concha de Oro y la de mejor director no parecía buen partido.

Así Mantícora, que será la película española sobre cuya suerte más se ha hablado este año, eligió nacer -casi al final de la temporada- en Sitges. Y en una exhibición fuera de concurso, au dessus de la melée, porque tampoco sus elementos poseen apenas nada de fantástico o de terrorífico. Muy al contrario, Vermut nos habla de una vida trágica, la de un treintañero y exitoso diseñador de vídeojuegos que arrastra el lastre de un deseo prohibido. No es un spoiler revelar que lo que atormenta a este hombre y le impide desarrollar su vida es la pulsión sexual que siente hacia un menor. Muy lejos de las premisas del austriaco Ulrich Seidl y su desafiante y liminar Sparta, Vermut no desea epatar ni caminar por otro filo que no sea el de hacer latir esa tragedia íntima. Mostrar como ansía hallar una salida de esa anomalía a partir de un encuentro con una mujer que encarna ?es cierto- no solo el amor sino la redención. Es prodigioso el trabajo de Vermut, primero en su selección de casting de dos rostros inhabituales (el de Zoe Stein es el de la irrupción de una forastera en nuestro cine que promete largo recorrido). Stein es ese último refugio del personaje emocionalmente agonizante que encarna la otra revelación del film, Nacho Sánchez. Hasta la ambigua fisonomía de ella es un espejo en claroscuro, quizás una intermediación aniñada con la cual el personaje herido encarnado por Sánchez trata de negociar su libido torva.

Esa ruta de antihéroe deshabitado es el doloroso recorrido que Carlos Vermut cuenta en Mantícora. Para él se desnuda de barroquismos o estéticas dantescas de su cine anterior. En la nobleza y el realismo a ras de piel con la que se trata este drama ?sin juicios vacuos- reside la altura artística y ética de esta obra de Vermut. Y en su libertad para abordar una historia que podrá ser veneno para la taquilla. Pero que se respira como bálsamo para el dolor, como cine que explora un insondable tabú para mirarlo de frente. Sin temor al vacío.

Alienígenas y talibanes

En un plano bien diferente al de la dramaturgia excelente de Mantícora, el británico Neil Marshall nos regaló un ejercicio de revisión de su propio cine, que es el de la claustrofobia agravada por las presencias mutantes o alienígenas de películas en su día tan justamente celebradas como Dog Soldiers o The Descent. Tras esas dos cimas del horror que surge de las simas ?de las trincheras de un grupo de militares de maniobras o de la cueva oscurísima donde la espeleología deviene survival irrespirable- Marshall propone ahora en The Lair algo así como un remake entrecruzado de ambas, pero virado ya totalmente hacia el cine de estirpe bizarra, del gamberrismo de veterano de vuelta de muchas batallas. En su película, Marshall nos propone que en el Afganistán inmediatamente anterior a la invasión soviética hubiese aterrizado tremenda nave extraterrestre. Y que, en realidad, las guerras afganas ?todas las gueras, la soviética y la norteamericana- no habrían tenido un móvil geoestratégico sino el interés por apoderarse de entes alienígenas y su fuerza sobrenatural.

Con esa premisa. Marshall organiza una fiesta brava con desenfado de serie Z pero talento inclasificable. En esas arenas de Kandahar ?ahora talibanizadas de nuevo- asistimos a guiños bien certeros a obras maestras como La cosa. Todo en un marco más que desenfadado casi lisérgico de bacanal del cross-over genérico, por donde los monstruos de la función ?prisioneros afganos genéticamente cruzados con seres del espacio exterior- se multiplican como en el Aliens de James Cameron para que no falte carnaza en este delirante cruce de hazaña bélica autoparódica y de terror de marcianos con dentadura de escualo. Sin pretensiones de nada, un festín de iconoclasia bárbara.