Adiós a Jean-Luc Godard, soberano de su vida y reventador del cine moderno

José Luis Losa

CULTURA

Christian Hartmann

El director francés decidió en Suiza la muerte asistida, sin padecer ninguna enfermedad

13 sep 2022 . Actualizado a las 19:20 h.

El fallecimiento, por muerte asistida solicitada y sin encontrarse enfermo, de Jean-Luc Godard marca el fin de una era artística en la Historia del cine. Desde que se inició como crítico en 1949 en Cahiers du Cinèma hasta que el jurado del Festival de Cannes presidido por Cate Blanchett le otorgó en el 2018 una Palma de Oro especial por su carrera, con motivo de la última de sus películas, El libro de imágenes, Godard debió de afirmarse y desdecirse varios cientos o millares de veces. Sobre esa contradicción —que en realidad era él en esencia— construyó una revolución que se llevó por delante el cine inevitablemente complaciente de la Europa del bienestar. Y él mismo se complació en que esa revolución le devorara, como autor-personaje que practicó un nihilismo digno de Netchaiev y acabó —no obstante— situado por sus hechos y por sus creyentes en un trono de celuloide sabiamente desentrañado, como tetrarca por libre de una religión o un papado que seguía alentando —de nuevo, el eterno rol contradictorio— la toma de la Bastilla del poder. De todos los poderes.

El hecho de que apenas haya transcurrido una semana entre el fallecimiento de Isabel II y el de Jean-Luc Godard es una de esas paradojas de la Historia que se puede interpretar más allá de la casualidad biológica. Desaparece con ella la solemnización perfecta del reino, de la monarquía contemporánea, la majestad de la representación y el soft power. Y con Godard, la soberanía magna del cineurgo, rodeado no de corte pero sí, en la distancia, de súbditos no reclamados. Y su idea de la desintegración del orden establecido, realizada desde la informalidad del hombre-orquesta que abanderó hasta el estajanovismo el Panfleto contra el Todo. Como reventador no solo de las estructuras del cine convencional sino de aquellas sociedades que lo habían regurgitado. Lo que se quería como poder duro revolucionario —su militancia en el maoísmo y la idea de los tigres de papel que se tenían enfrente, véase La chinoise— pero que en muchas ocasiones devino contrarrevolución, esto es, revolución unipersonal, finalmente burguesa malgre lui.

Tras varios cortometrajes, la explosión que situó a Godard —nacido en París de padres suizos, cuya nacionalidad quiso obtener a los veinte años— en el centro del escenario de la conmoción de la Nouvelle Vague se llamó Al final de la escapada. Las andanzas de Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg por las calles de París demolían las leyes del montaje, de los puntos de vista, de la narración hasta entonces practicada. Tras ella, Una mujer es una mujer —que inicia su larga colaboración con Anna Karina, con la que se había casado en 1961—, Vivir su vida o El soldadito, prohibida por la neonata Quinta República de De Gaulle. Y también Le mépris, Lemmy contra Alphaville —que definía su fascinación por el cine noir—, Pierrot el loco —en la cual se reencontró con Belmondo— o Dos o tres cosas que sé de ella. En muchas de ellas, se abordaba la emancipación de la mujer y de su sexualidad de cualquier rol patriarcal. Aunque, en su vida personal, de nuevo Godard se contradecía profundamente.

GAETAN BALLY

El mesías de las vanguardias y la figura irreductible

La coreografía sincopada de los personajes del filme Week-end (1967) acompaña la huida temporal de Godard del cine narrativo y la búsqueda de su sierra Maestra con el grupo Dziga Vertov, en el cual él era uno más en la idea del cine colectivizado. Compatibilizó esa postura con su interés por trabajar con actores del star-system como Jane Fonda, Yves Montand, Isabelle Huppert, Hanna Schygulla. En 1985, Godard y su cine entraron en las páginas de sucesos cuando el papa Wojtya consideró Yo te saludo, María como profanación religiosa. En Madrid, Blas Piñar y su camaradería cercaron los cines Alphaville, donde se proyectaba. Después de Detective —otra evocación del cine negro—, Godard extremó su radicalidad: se dedicó no a contar historias ni nada que se pudiera aproximar, sino a tratar de prefigurar esta al completo en sus soberbias Histoire[s] du cinéma.

Sus obras de este siglo tienden, así, a la desintegración, a las imágenes o las bandas de sonido remezcladas para extraer de sus mixturas pensamiento fuerte en el tiempo de la evanescencia: Elogio del amor o Nuestra música, en las que aún residía cierta organicidad, pero sobre todo, Film socialisme, Adiós al lenguaje y El libro de imágenes se convierten en tesis de la resistencia en el tiempo de Netflix. Desde su retiro en Suiza, en la localidad de Rolle, inevitablemente devino monje o Robespierre frente al mundo exterior del que abominaba. Y esa idolatría generada por la lucidez de muchas de las ideas que restallaban en sus películas-ensayo llegó a volverse solemnidad casi chamánica. Y no creo que fuese intencionalidad suya esa elevación. O tal vez sí, en la cima de la contradicción.

Jean-Luc Godard en el año 2004
Jean-Luc Godard en el año 2004 Reuters Photographer

No sé si hoy es el día de recordar cómo esa celebración casi litúrgica del maestro dio pie a que su figura de intocable se hiciese apetecible para parodias de su vida como la que un cineasta de cuarto de pelo como Michel Hazanavicius desplegó en el año 2017 en la —no obstante, muy divertida— Le redoutable [Mal genio]. Bueno, Godard cambió el mundo del cine, retorció sus límites, obligó a repensar casi todo. Y Hazanavicius es hoy un zombi. Sabemos ya que Godard, irreductible, no quiso negociar ni con las leyes de la biología. Se decantó —según cuenta el diario Libération— por la muerte asistida sin otra razón que su libre elección por sentirse cansado de vivir en un mundo feo. Un mundo donde ya no cabía espacio no ya para las grandes transformaciones sino apenas para la reflexión.