La muy esperada en la Mostra «Don't worry, darling» agita en su coctelera paranoia y metaverso feminista

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Gemma Chan, Harry Styles, Sydney Chandler, Olivia Wilde, Chris Pine, Florence Pugh y Nick Kroll, en la alfombra roja.
Gemma Chan, Harry Styles, Sydney Chandler, Olivia Wilde, Chris Pine, Florence Pugh y Nick Kroll, en la alfombra roja. Guglielmo Mangiapane | Reuters

Las constantes disputas durante el rodaje del filme de Olivia Wilde se reproducen en el Lido, con la actriz Florence Pugh dando plante a la rueda de prensa pero llegando en jet privado a la alfombra roja

06 sep 2022 . Actualizado a las 13:45 h.

Nada más alejado de mis inquietudes que interesarme de los chismes de rodaje de este tiempo donde en lugar de aquel star-system de Brando o Marilyn, que tanto juego daban para sus cotilleos a Truman Capote, quien preside el corral es Timothée Chalamet, que en otro tiempo sería aún un primerizo sin destetar. Pero el ruido que ha destilado el rodaje de Don't worry, darling, la película de la también actriz Olivia Wilde, ha sido tal que hasta un desinformado como yo me he enterado de los puñales orient-express que parecen haber volado entre Wilde y la protagonista principal de la cinta, Florence Pugh.

La elección por Olivia Wilde del cantante Harry Styles como compañero de reparto de Pugh pasó antes por mandar a casa a Shia LaBeouf, actor previsto para el papel. Ocurre que Olivia Wilde —representante del feminismo más activo y emergente en Hollywood— comenzó hace pocos meses un romance con Styles, de quien me cuentan que es otro hombre de moda. Otro Chalamet.

Harry Styles, Sydney Chandler y Olivia Wilde.
Harry Styles, Sydney Chandler y Olivia Wilde. G. M. | Reuters

Y Florence Pugh, que mantiene en la película tórridas secuencias de sexo oral con Styles (solo es la mujer quien recibe ese placer: parece ser que una máxima declarada de Olivia Wilde es que nunca representará una felación) acusó a su directora de dejarse llevar tanto por su pasión recién estrenada que era frecuente que abandonase el rodaje y la dejase a ella al frente. Desde luego, ya está dicho que si esto son los grandes escándalos del neo-estrellato de la industria del cine norteamericana, casi me voy a meter de nuevo en faena con los dos tomos del Hollywood Babilonia de Kenneth Anger.

Y, sin embargo, parece que todo esto vende mucho. Tanto que Don't worry, darling era aguardada como película evento en esta Mostra y se espera que haga mucha plata cuando se estrene en salas a finales de septiembre. Las constantes disputas durante el rodaje del filme de Olivia Wilde se reprodujeron en el Lido, con Florence Pugh dando plante a la rueda de prensa pero llegando en jet privado a la alfombra roja.

Harry Styles, Gemma Chan, Chris Pine y Olivia Wilde posan en la Mostra.
Harry Styles, Gemma Chan, Chris Pine y Olivia Wilde posan en la Mostra. Yara Nardi | Reuters

Lo que vemos en pantalla es un thriller que agita en su coctelera la paranoia como elemento casi de terror. Florence Pugh —que venía de protagonizar otra celebrada película de sectas, Midsommar— entra con su marido en la colonia de viviendas unifamiliares de una empresa que provee de todo a sus empleados y seres queridos. Cada mañana, los hombres se despiden de sus hacendadas esposas y toman, como en un ritual encadenado, sus modelos de coches de los 50 mientras las mujeres preparan la comida para el retorno del guerrero.

Es como un guiño, también estético, al hipermachismo de atmósferas como la de Mad Men. Y Don't worry, darling, que arranca con una gran fiesta de alcohol y celebraciones, va virando hacia el territorio del cine conspiranoico. Ahí parece afinar Olivia Wilde una utilización del suspense o del terror en estado puro para dibujar una estampa del panorama del poder en Norteamérica: la citada paranoia en el tiempo de la posverdad. Se acerca en esos momentos exultantes de su película, los mejores, al cine de Jordan Peele.

La poderosa secuencia donde Harry Styles practica sexo oral a Florence Pugh sobre la mesa del comedor, y ella, entre espasmos de placer, va destrozando a manotazos los platos y alimentos que ha preparado, posee un alcance feminista bien coreografiado. Y las ambiciones de Olivia Wilde no son solamente narrativas.

Su película va creciendo como ceremonia de la conspiración o del metaverso. Vamos entendiendo que Florence Pugh es como una virtual reencarnación de la Mia Farrow de Rosemary's Baby. Sus sueños reproducen elementos de representación siempre circular: los cuadros de baile de mujeres que homenajean a Busby Berkeley, los ejercicios gimnásticos de las esposas, que asemejan aquelarre. Y ahí te entusiasman la atmósfera de miedo y las lecturas políticas del America First.

Pero el problema de un tan trabajado crescendo es dominar su velocidad. Olivia Wilde —que encarna también a una de las esposas— no sabe cómo resolver la vorágine. Y eso se traduce en la apresurada y tristemente convencional resolución de la curva paranoica. No echa por tierra la densa hora anterior pero deja la función colgada de un metaverso bastante vulgar. Donde el sexo oral —tomemos nota de la conducator Olivia Wilde— viaja solo en una dirección.

Martin McDonagh

En la competición por el León de Oro desfilaba el irlandés Martin McDonagh. Sus películas —sobre todo, la vibrante Tres anuncios en las afueras— hablan de un McDonagh que escribe también sus guiones y los convierte en montañas rusas, en cajas de sorpresas, en polvorines que detonan. Por eso es sorprendente encontrarte en su nueva obra, Almas en pena de Inisherin, con una historia tan pausada, dramáticamente minimalista, ayuna de todo efecto o prestidigitación de los que McDonagh era fecundo suministrador.

Colin Farrell y Brendan Gleeson, a su llegada al Lido.
Colin Farrell y Brendan Gleeson, a su llegada al Lido. Ettore Ferrari | Efe

Lo único que nos recuerda que es el mismo tipo el que dirige esta vez son sus dos excelentes actores, Brendan Gleeson y un Colin Farrell desmitificado, casi irreconocible con ese look agrario, porque ambos protagonizaban ya la opera prima de McDonagh, Escondidos en Brujas.

En Almas en pena en Inisherin el motor de la acción es algo tan simple como una vieja amistad entre dos hombres en la campiña irlandesa de la guerra civil. Relación que se trunca, sin explicaciones, cuando Brendan Gleeson decide que su colega es un triste.

McDonagh estira hasta las dos horas los intentos de Farrell por recuperar los lazos, introduce en el guion, muy sobrio, solo alguna pequeña marcianada como los dedos que se amputa alegremente Gleeson. Y un humor primario pero funcional que fue muy celebrado en la sala. Sin duda, a mí me pone el Martin McDonagh de cine adrenalínico y hasta freakie. Este regreso a las islas, esa Irlanda mortuoria y desdentada, me deja frío. Pero igual ganan algo el cejijunto Farrell y su mini burrito.

«Love Life»

Lo que sí te lleva al trastorno es el filme japonés Love Life, de un tal Koji Fukada. Es como una broma bizarra o una performance situacionista del comité de selección de esta Mostra colarnos de matute lo que empieza siendo un dramón familiar ante el ahogamiento accidental de un niño en una bañera, para luego, en sus dos horas de tormento, concluir en payasada o en vodevil -creo que el humor no es intencionado-, en enredo chapucero que —esta vez sí— te lleva a la catarsis de la risa o del tomatazo.