Ricardo Darín, caballero sin espada de la democracia recuperada en «Argentina, 1985»

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Ricardo Darín, este sábado, a su llegada a la alfombra roja de la Mostra.
Ricardo Darín, este sábado, a su llegada a la alfombra roja de la Mostra. Guglielmo Mangiapane | Reuters

El venerado realizador Paul Schrader llega a Venecia para cerrar finalmente el círculo de su cine de la autoinmolación con el filme «Master Gardener»

04 sep 2022 . Actualizado a las 10:12 h.

Probablemente la figura de Julio César Strassera no diga nada a buena parte del personal. Ni siquiera a muchos argentinos de menos de 40 años. Su papel como fiscal que obtuvo la cadena perpetua para Videla, Massera y Viola -triunvirato del régimen totalitario- cuando la dictadura aún bramaba en amplios sectores de aquella sociedad, fue el paso decisivo para consolidar en el país austral la democracia y hacerlo desde el orgullo de la imputación de aquellos que gobernaron siete años a sangre y fuego.

Veo Argentina, 1985 y me sorprende, por inesperada, la opción de su director Santiago Mitre -y de su coguionista Mariano Llinás- por una planificación hollywoodiense, en donde cabe muchas veces el humor -incluso humor antiperonista- y se rechaza caer en la atmósfera trágica que preside casi todo el cine argentino sobre la memoria de los crímenes de aquel régimen.

Pero es una decisión válida, no sé si decir que hasta valiente. Y, sin duda, su tono híper idealista, con ese grupo de imberbes leguleyos que acompañan en su aventura crucial al loco Strassera, un Ricardo Darín como caballero sin espada, va a hacer muchísimo por que esta película se vea en todo el mundo y se disfruten sus hechuras de mainstream que nunca pierde la nobleza de estirpe narrativa. Ni la emotividad de la importancia de recordarnos que nunca más la violencia puede imponerse sobre el Estado de derecho.

Los 140 minutos de Argentina, 1985 se respiran como celebración de un cine que es político pero no desde la tesis sino a través de la ágil narración de un formato que suscribiría el Spielberg de los buenos tiempos. Y que elige no ser un relato descarnado. Ese papel del hijo de once años de Strassera como espía a favor de obra da idea de las muchas fugas de comedia que Mitre y Llinás dibujan con fortuna de obra mirífica.

Sobrevuela toda la historia una muy bella reflexión sobre la heroicidad civil por sobre los horrores de la ESMA o Campo de Mayo. Y entiendo que Argentina, 1985 llegará a los Óscar, emocionará y hará mucho bien. Eso sí, en Argentina habrá quilombo. Cómo no, si allí cada plano será auscultado para ver si su heterodoxia vivaz no viola las tablas de la ley del sacro peronismo.

También en competición, el italiano Andrea Pallaoro -autor de la no desestimable Hannah, con Charlotte Rampling- ofrece en Mónica otra obra que ha generado entusiasmos. Su protagonista transgénero, la actriz Trace Lysette, es el eje de un original relato de redención.

La madre que la expulsó de casa en su adolescencia, la excelente Patricia Clarkson, padece ahora una enfermedad cerebral y tarda en reconocer a su hija en quien la cuida veinte años después. Tiene también Mónica -apuesten sobre fijo- todas las bazas para triunfar en el palmarés. A mí me despierta alguna duda cierto moralismo, en torno a la evolución del personaje que encarna Trace Lysette, que parece asociar el sexo libre con la oscuridad y la renuncia a él como exaltación de los valores familiares y de esa cosa llamada felicidad.

Tributo a Schrader

Este festival se honra al rendir tributo al venerado Paul Schrader. El guionista del mejor Scorsese (el de Taxi Driver o Toro salvaje), el autor de un calvinista camino de autoinmolaciones, una filmografía o via crucis que es ya Historia del Cine, no solo vino a ser homenajeado, sino que presentó nueva película, en este período crepuscular fecundo. Es verdad que Master Gardener no alcanza la cima inmarcesible de su inmediatamente anterior y soberbia The Card Counter.

Paul Schrader, durante la presentación en Venecia de su película «Master Gardener».
Paul Schrader, durante la presentación en Venecia de su película «Master Gardener». Yara Nardi | Reuters

Aquí no protagoniza el autoexorcismo el gran Oscar Isaac, sino un limitado Joel Edgerton. Y el papel de Sigourney Weaver algo así como la reina cabreada de Alicia en el país de la maravillas no está, por su falta de desarrollo, para cortar muchas cabezas. Pero en Master Gardener -como libre cuento de hadas y de malandros- culmina Schrader -y de ahí su relevancia- ese círculo de antihéroes en busca de liberación de su tortuoso pasado. Los que nunca alcanzaban el edén y los eréctiles campos de girasoles.

La contracultura, los opiáceos y sus mercaderes

Laura Poitras es una documentalista norteamericana poseedora de un prestigio aparente que no proviene, desde luego, de la sutileza de sus películas. Ni de sus aportaciones formales al género del cine de no ficción.

Eso sí, el Óscar que ganó por Citizen Four, en la que explotaba a Edward Snowden, le ha dado rentas para que posea una de esas productoras de docus que tiene más versatilidad que un tertuliano cross over. En concreto, recuerdo con particular hastío su filme sobre Julian Assange, Risk, que sufrimos en otro festival hace no tanto.

En la Mostra se ha colado en la competición por el León de Oro con All The Beauty and the Bloodshed, donde recoge la vida como agitadora y artista underground de Nan Goldin. Esta figura esencial de la contracultura posee una vida de tal intensidad que ni Laura Poitras es capaz de fulminar su iridiscencia.

Desde el grupo de Provincetown, en donde convivió con John Waters o Cookie, al New York donde tocó todos los palos, de Warhol al punk. Los trabajos fotográficos de Goldin, especialmente los recogidos bajo el título La balada de la dependencia sexual, son un esencial testimonio gráfico de anatomías, cuerpos y almas. Antes y después de los tiempos del sida y de sus estragos.

Pero todo esto no le basta a la oportunista Poitras. Por eso creo que decidió incorporar al filme una de las últimas luchas activistas de Nan Goldin, la denuncia masiva del escándalo de la farmacéutica Purdue Pharma, y su uso criminógeno del opiáceo OxyContin, propiedad de la familia Sackler.

El éxito de la serie dramática Dopesick, nominada a los Emmy y evento de plataformas domésticas, debe haber provocado que la cuestión del combate contra los Sackler se entrometa inopinadamente en lo que es la base de la película, el caudal de la contracultura y el papel en ella de Goldin, sobre el cual el material que maneja la cinta es altamente sugestivo. Y, así, esa arbitraria inclusión de las performances del grupo de la artista para desnudar las miserias de la dinastía de tetrarcas del opio llamada Sackler, no hacen sino embarullar el decurso natural del documento. Pero esto, el oportunismo, es Laura Poitras en estado puro.