Óscar García Sierra, escritor: «Colecciono desde niño palabras en leonés que le escucho a mi abuela»

María Viñas Sanmartín
maría viñas REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

EUROPA PRESS

Con su debut narrativo, «Facendera», García Sierra (León, 1994) se ha convertido en uno de los fenómenos editoriales de la temporada

04 ago 2022 . Actualizado a las 10:51 h.

El pasado 6 de mayo, las torres de refrigeración de la central térmica de La Robla —dos inmensas moles de cien metros de altura y 73 de diámetro en sus bases, a 25 kilómetros al norte de León— fueron reducidas a escombros con 180 kilos de dinamita: casi 50 años de industria convertidos en polvo y escombros en apenas cinco segundos. Seis días más tarde —pura coincidencia— llegó a las librerías Facendera (Anagrama), la primera novela de Óscar García Sierra (León, 1994), la historia de un tipo que para ligarse a una chica en un after se arranca a contar una historia de su pueblo, que bien podría ser cualquiera de la cuenca minera del noroeste peninsular. La palabra —el relato— como herramienta para engatusar, pero también para mantener vivo el recuerdo de un mundo que desaparece y, además, para fijar, a base de repetir y repetir medias verdades, lo que quizá nunca sucedió.

Facendera es un potente debut que disfrazado de literatura del desencanto —exponente de la insatisfacción de los que se hicieron mayores con la gran recesión— propone bajo la superficie un sugerente abanico de temas sobre los que pararse a pensar. Lo hace, además, cuidando fondo y forma, que para eso García Sierra viene de la poesía. Introduce al lector en una atmósfera periférica en declive, agonizante, para luego zarandearlo haciéndole dudar si la historia del hijo de la farmacéutica y la hija del de los piensos fue real, apenas un rumor o directamente un cuento, como tantos otros, del que uno acaba adueñándose.

Cuenta el leonés que hacía tiempo que por su cabeza rondaban varios temas que quería tratar: los rumores, las mentiras en las relaciones, la tristeza como mal común y la desindustrialización de los pueblos mineros, que utilizó como marco. Recurriendo a la cultura popular del cotilleo, puso a un narrador a contar una historia en una fiesta y, no sin intención, retorció el relato para volverlo todo ambiguo y confuso. Milagrosamente, todas las piezas acaban encajando. «Cogiendo la idea de la facendera, de los trabajos comunitarios [la facendera es un tipo de trabajo que moviliza a todo un pueblo con un mismo fin], mi idea era relacionar las historias y la transmisión oral de las fiestas y de los pueblos, intentar adaptar lo que era el típico marco de las mil y una noches a la actualidad», explica. Confiesa que temió al desajuste, a que cualquier detalle acabase chirriando. Pero ni siquiera en la vida real todo acaba teniendo sentido. «Eso me tranquilizaba, incluso me parecía bastante justo, y al ser una historia contada en una fiesta me podía permitir no ser muy rígido. En el fondo, la historia está también pensada para que no encajen las cosas —reflexiona—. El marco principal sí, pero con respecto a los detalles me decía que si algo no acababa de cuajar podía echarle la culpa al narrador. Al fin y al cabo, hay muchas cosas que se transmiten en esos contextos que son medio inventadas, que no se sabe lo que es verdad o no».

García Sierra no le pone nombre al pueblo, pero introduce el dialecto leonés sin complejos, con orgullo incluso. «Era algo que desde el principio tenía muy claro que quería incluir, es una de las pocas cosas que quedan en mi zona, en la montaña central, pero solo restos, como la anteposición de artículo al pronombre posesivo (‘‘la su bici'') —detalla—. Desde pequeño intento coleccionar palabras en leonés que le escucho a mi abuela. E igual que en cierto modo estoy reivindicando la España que se está quedando vacía, la industria, la desesperanza que se siente al vivir allí, me pareció importante reivindicar el idioma, que es a lo que me dedico. Creo que puede ser un comienzo para intentar revertir un poco la situación».

Cosas que en un pueblo están peor vistas

Facendera pinta un panorama desolador. El de un pueblo sumido en un silencio artificial, con más carteles de «se vende» en las fachadas de las casas que ventanas, con misa solo un domingo al mes, fábricas cerradas y desvalijadas, competiciones de coches tuneados y cajas vacías de ansiolíticos, que el narrador llama «ladrillos», en cada esquina. «A veces creo que está exagerado; otras, que me he quedado corto… Depende un poco del día —admite el autor—. Obviamente, no todo el mundo está deprimido, pero que una vecina esté tomando medicación o que vaya al psicólogo da mucho más lugar a cotilleo en un pueblo. Tomar pastillas para dormir no implica estar de psiquiátrico, pero son cosas que en un lugar pequeño están peor vistas». ¿Entienden los lectores lo que son los «ladrillos»? García Sierra contiene una carcajada, ríe y reconoce que le han dicho de todo: «Quería jugar con la ambigüedad, con el no saber qué está pasando ahí. No es invento mío —aclara—, a los ansiolíticos se les llama así, como nombre en clave en determinadas zonas, y me pareció apropiado jugar con eso. Y como la protagonista es hija de camionero me resultó, de alguna manera, muy poético. Creo que el juego se consigue, porque me han comentado de todo, desde lectores que creían que tomaban ladrillos de verdad, hasta golosinas».

Hacer sufrir a los demás

«Toda la vida oyendo a mis padres decir que en la vida se sufre mucho, pero nadie me explicó que se hace sufrir a los demás más de lo que sufre uno mismo», reflexiona el que narra ya bien avanzada la novela. «No fui realmente consciente hasta pasada la adolescencia de que nuestros actos tienen consecuencias en los demás y de lo que supone ese poder —comenta al respecto García Sierra—, y me di cuenta también de que al hacerme daño la otra persona también podía estar sufriendo. Todas estas reflexiones están en la historia, fruto de la educación sentimental que hemos tenido, que ha sido un poco limitada, sin saber por dónde van los tiros».