Albert Serra detona en Cannes los fragmentos del Apocalipsis en «Pacifiction»

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

Michael Vautor, Pahoa Mahagafanau, Benoit Magimel y Albert Serra, en la alfombra roja del festival francés.
Michael Vautor, Pahoa Mahagafanau, Benoit Magimel y Albert Serra, en la alfombra roja del festival francés. Guillaume Horcajuelo | Efe

La película avisa de mucho más que una tempestad en los Mares del Sur, a la altura cosmogónica de J.G. Ballard o Don DeLillo

26 may 2022 . Actualizado a las 23:39 h.

Hacía trece años que no competía un filme español por la Palma de Oro, desde el malhadado Mapa de los sonidos de Tokio de Isabel Coixet. Pero no recuerdo cuánto tendría que remontarme para hallar una obra ibérica con fuerza para generar una onda expansiva como la que el catalán Albert Serra ha provocado aquí con Pacifiction.

Es Serra es uno de los autores en activo de conciencia artística más inclaudicable. En su acceso al gotha de quienes compiten por los premios no ha dado ni un paso atrás ni se ha dejado un pelo en la gatera. No hay pacto o negociación posible en este excurso por el Pacífico, esta entrada en las leyes de la última frontera de los Mares del Sur.

Allí, en un Tahití onírico, como imbuido de la atmósfera de un tempo detenido, habita el Alto Comisionado de la República, un inmenso Benoît Magimel que ocupa casi cada plano de la obra. Y que impregna en cada uno de ellas la amargura, la desesperanza, el escepticismo, el control de los diferentes estratos raciales/sociales que siempre parece bajo los mandos de este fugitivo de las islas. El dilatado seguimiento de este tipo de magnetismo insano nos lleva a pensar que puede tratarse de un hombre de la situación, un vigilante cauto del establishment. Nuestro hombre en Tahití. Pero también dudas en ocasiones de si sus rictus o sus silencios llevan dentro algo de la Sed de mal de Orson Welles.

Él mantiene el status quo. El malestar entre la población nativa porque hay noticias de que ha avistado un submarino nuclear y se rumorea que pueden reproducirse las pruebas nucleares que los franceses realizaron allí en el pasado. En un momento preciso se habla del atolón de Mururoa. No es casual: allí actuó la temida force de frappe del primer Gobierno Mitterrand.

Para ocultar aquello asesinaron a un militante de Greenpeace y el ministro de Defensa socialista, Charles Hernu, tuvo que dimitir en medio de un mayúsculo escándalo. Conviene recordarlo. Son los políticos, esos seres a los que el personaje de Magimel desprecia como irresponsables o diletantes. Los que descienden -como los propios militares- a los mercados de la libido oscura, los clubes donde la carne nativa cotiza alto pero free para el todavía imperio colonial. Un imperio fantasmal, como los cementerios vietnamitas de Dien Bien Phu.

En Pacifiction, Serra sigue ahí los regueros de Liberté, que ya obtuvo el Premio del Jurado en Un Certain Regard hace tres años. Pero como en cada una de sus obras el catalán se reinventa, el manejo de los tiempos es suyo. Y los diálogos, enrarecidos, fuera de época, te recuerdan a Oliveira. Evocan otra era, otros ámbitos. Se estiran para extenderse como un manto de irrealidad sobre la pantalla.

Es bueno que las posaderas de mal asiento de la sala Lumière, que han aplaudido cine vacío durante diez días de hipócrita minué, vayan a tener que esperar mucho y acompañar al gran Benoît Magimel en este mesmerizante spleen del Pacífico.

En su desembocadura, tras una noche de bacanal o de misa negra, la force de frappe marchará rumbo a los fragmentos de Apocalipsis que son autoría mayúscula de Albert Serra. Conducidos por un comandante que parece dibujarse como una febril relectura del enloquecido general Custer. Citar a J. G. Ballard o a Don DeLillo es algo solo a modo de pistas o coordenadas de aproximación para acercarse a Pacifiction. Habla, como siempre sucede en el cineurgo de Banyoles, de un mundo raro, como el del bolero. O de lo que va a quedar de él.

Lo que queda de la Croisette, una vez emergidos de este gran cine de la perturbación dilatada hacia el horizonte on the beach, es este 75.º Festival de Cannes por fin quebrado por este filme que oficia de parteaguas.

Ese fenómeno de la naturaleza más desembridada que solamente son capaces de generar los creadores de las corrientes internas que fluyen de las obras de curso medido y cascada final salvaje, purificadora pese al horror que las habita. Purificadora después de tanta imagen tóxica y estancada como aquí hemos padecido. Qué grande ser, Albert Serra. Qué bueno, disfrutarlo.

Iceta y la estafa de Elvis Presley, con Tom Hanks al fondo

En el ambiente de jornada del festival, el abanico del glamur en la Croisette abarcaba en su arco de intensidades desde la presencia del ministro de Cultura, Miquel Iceta (apoyando a Serra y a la película de Sorogoyen As bestas), al brilli-brilli del temible Baz Luhrmann. Sin duda, siquiera por descarte, me quedo con el político catalán. Dicen de él -pese a la crisis que sufre su ley de apoyos al cine por parte de los productores independientes- que da señales de receptividad como ningún otro de quienes han ocupado una cartera que ha sido históricamente la cenicienta de la democracia.

Solo durante un par de años el ministerio tuvo personaje teatral y divismo en su cabecera. El tiempo en que tardó Jorge Semprún en quemarse en el Gobierno y en encontrar al nuevo enemigo instrumental idóneo, Alfonso Guerra, para construir una nueva ficción meta-literaria del rencor y largarse con la música a otra parte.

Volviendo a lo presente, las coreografías de Iceta son infinitamente menos dañinas que las del tan cargante Luhrmann. Su Elvis es otra máquina de matar neuronas de esas con las que este festival nos nutre cada vez que se ilumina una pantalla. Pero -lo que es mucho más grave- su guion está conformado como una nauseabunda estafa a la Historia. Es un biopic del rey del rock que falsea por completo su trayectoria, su ideología, sus vicios y virtudes.

El amoral Baz Luhrmann blanquea por completo al Elvis Presley que fue, por ejemplo, un tremendo reaccionario. Un hombre que se sumó a Frank Sinatra en el odio a las puertas de otra época que volaron los Beatles o los Stones. Es este Elvis de Luhrmann un ser angélico, un súper héroe. Aun más -o menos-, casi un muñeco de José Luis Moreno, una marioneta cuyos pasos guio siempre un personaje taimado y siniestro, el coronel Parker, empeñado en hacer de la estrella un producto familiar que moviera menos la pelvis, cantase El tamborilero y no reivindicase la negritud radical de su música.

Hanks, bromeando con los fotógrafos en Cannes.
Hanks, bromeando con los fotógrafos en Cannes. Sarah Meyssonnier | Reuters

A ese tipo oscuro le pone cara -y papada de encargo- un Tom Hanks omnipresente en el filme, como némesis de Elvis. Y de todas las toxicades que acabaron con la muerte prematura del mito, este fue también del todo inconsciente. Una víctima. Casi una oca cuyo hígado engordase artificialmente el villano Hanks.

Baz Luhrmann fue un joven necio y gomoso. Y ha envejecido mal. Ya no le queda osadía para marear a las perdices con su cámara a lo Valerio Lazarov. Ni siquiera poseen gracia sus rebozos en el kitsch. La banalización de este falso Elvis -que igual podría haber sido Raphael o Camilo Sesto- es otro baño cannoise más en el celuloide del fango.